El dolor de la guerra no se olvida…

mayo 3, 2009

Setenta años después, Coloma Martorell aún mantiene viva la imagen de los falangistas que se llevaron a su padre. Los años pasan pero el duelo y el trauma permanecen en el interior de las víctimas de los represaliados republicanos. La vida sigue pero el sufrimiento no se olvida. Coloma Martorell tenía cuatro años cuando los falangistas irrumpieron en su casa y se llevaron a su padre, Llorenç. Era un 24 de octubre de 1936. Unos días después, los falangistas entraron de nuevo en su casa. “Pistola en mano”, recuerda Coloma, exigieron el cajón de los contratos de la tienda de muebles de su padre, ya que en aquel entonces ya dejaba pagar a plazos, y también se llevaron 100 duros que “en aquella época era mucho dinero”. “Mi abuelo y yo empezamos a temblar. Me impactó mucho vivir aquella escena. Hoy en día, 73 años después, aún le viene a la mente dicha imagen.
En febrero del año siguiente recibieron una llamada: era el sacerdote de la prisión Can Mir, para decirles que habían puesto en libertad a su padre, pero nunca regresó a casa. Sus hermanas lo buscaron pero no se supo nada más de él. Coloma asegura que sus abuelos paternos y sus tías se murieron pensando que Llorenç seguía vivo. La psicóloga de la Asociación para la Memoria Histórica de Mallorca, Maria Ángeles Recio, explica que “ponerlos en libertad” era sinónimo de fusilarlos. Todos los indicios apuntan que el cuerpo de Llorenç está en la fosa del cementerio de Porreres. La familia ha buscado en el de Palma, pero ni rastro de Llorenç. Hace unos años Coloma visitó el cementerio de Porreres. El jardinero le indicó dónde se encontraban las fosas. “Sentí tal impresión que me puse a llorar porque pensé que mi padre estaba allí”, relata. El jardinero le dijo que lo tenía que olvidar pero Coloma asegura que el dolor de la guerra no se olvida. 
Otro de los recuerdos que aún permanece en la cabeza de Coloma fue la visita a la cárcel de Can Mir. Tenía cuatro años y se coló bajo el capote de un soldado. Su padre pelaba patatas en la cocina de la prisión. Lo dejó todo para abrazar a su hija.
Esta imagen, junto al fascista que irrumpió en su casa con una pistola, 73 años después aún no ha logrado sacarla de su cabeza. La psicóloga asegura que se trata de estrés post traumático.
Coloma se sigue poniendo nerviosa y rompe a llorar cuando recuerda todos estos hechos. En casa hablaban de su padre pero en público nunca. “No podías decir nada”, recuerda. De hecho, hace tres años escuchó por primera vez en 70 años pronunciar el nombre de Llorenç Martorell en público, fue en un acto en Porreres. “Me impresionó mucho oírlo, nunca olvidaré este momento”.
A pesar de que a los dos años perdió a su madre por enfermedad y a los cuatro los falangistas le arrebataron a su padre, Coloma ha intentado no contagiar sus sentimientos a sus dos hijas. “De pequeña nunca me faltó nada, pero en casa siempre vi llorar mucho”. Para evitar que sus hijas vivieran el mismo trauma, se ha hecho la valiente. “He sido muy fuerte pero siempre han sabido la verdad y les he contado la historia de mi padre”, explica. La psicóloga de la asociación resalta que actuó de la manera correcta.
Recio explicó que las familias como la de Coloma no vivieron el duelo, que es necesario para superar una pérdida. Asegura que el duelo terminará cuando las víctimas del franquismo y sus familiares conozcan todos los detalles. “Quedarán tranquilos”, dice. “Si se esconde la verdad, el trauma nunca se supera”. Maria Mulet, hija de Coloma, asegura que es muy importante recuperar el cuerpo de un ser querido. “Necesito saber dónde está enterrado mi padre por si un día le quiero traer un ramo de flores”, añade Coloma.
Una de las consecuencias que pueden padecer las personas que perdieron sus padres en el conflicto es la falta de autoestima. “Sufren mucho porque la tragedia les marcó su personalidad”, sentencia Maria Ángeles. Asegura que comprender lo que pasó es el camino que se debe seguir para curar las heridas psicológicas.

(Maria Ángeles Recio atiende a Coloma Martorell y a su hija Maria en el centro de entidades del Consell. Foto: S. Llompart)

(Maria Ángeles Recio atiende a Coloma Martorell y a su hija Maria en el centro de entidades del Consell. Foto: S. Llompart)

Fuente: Memòria de les Illes Balears

Enlace a página web de Memòria de les Illes Balears

PRÓXIMA ACTIVIDAD EN MALLORCA: (Esporles: Homenaje a las víctimas de la represión franquista próximo día 9 de mayo de 2009)

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Las Abuelas de Plaza de Mayo buscan niños robados en España…

mayo 3, 2009

Cerca de 100.000 jóvenes nacidos en Argentina durante la dictadura residen en el país.

Horacio Pietragalla, hijo de desaparecidos de la dictadura militar argentina, el pasado jueves en la avenida de América de Madrid. GABRIEL PECOT

Horacio Pietragalla, hijo de desaparecidos de la dictadura militar argentina, el pasado jueves en la avenida de América de Madrid. GABRIEL PECOT

En su casa no había fotos de su madre embarazada. Tampoco de él como recién nacido. Sus casi dos metros de altura no se explicaban con la estatura de sus padres. Su carácter tampoco encajaba con el resto de la familia y su padrino, el teniente coronel Hernán Tezflaff, fue uno de los represores de la dictadura militar argentina, que se prolongó desde 1976 hasta 1982. Horacio Pietragalla (Buenos Aires, 1976) acudió en 2001 a la asociación Abuelas de Plaza de Mayo porque tenía dudas sobre la veracidad de su identidad como César Sebastián Castillo. Sus dudas se confirmaron. Su verdaderos padres murieron torturados en 1976.

Horacio fue el identificado número 75 de los 98 bebés robados por los militares golpistas que ya han encontrado su verdadero nombre. Todavía quedan sin identificar unos 300 treintañeros que fueron robados a sus padres biológicos. «Los militares les perseguían, torturaban, mataban, robaban a sus hijos y los entregaban a una familia cercana. Es decir, que vieron crecer a esos niños a los que habían dejado huérfanos», reflexiona Pietragalla en una cafetería de Madrid.

«Vieron crecera esos niños a los que habían dejado huérfanos»

Las campañas en Argentina para la búsqueda de estos casos están muy extendidas, sobre todo después de que el Gobierno de Néstor Kirchner levantara el veto judicial a la dictadura establecido por el primer presidente democrático en Argentina, el recientemente fallecido Raúl Alfonsín. Esta asociación busca ahora entre la joven emigración argentina de España e Italia a posibles bebés robados por los militares. «Entre los 100.000 que hay en España, alguno tiene que haber seguro», cree Pietragalla. Los nacidos en la dictadura son mayoría entre los 97.000 argentinos que viven en España, según el INE.

El día que la prueba genética confirmó en 2001 sus sospechas se celebró en la sede de Abuelas como una fiesta. «Saber la verdad fue para mí positivo y gratificante. El mismo día conocí a mis tíos y primos y, desde entonces, estoy reconstruyendo la vida de mis padres», recuerda Pietragalla. La recomposición de sus vidas le conectó con el Equipo Argentino de Antropología Forense, famoso por ser el grupo que identificó los restos del Ché Guevara en Bolivia.

Tirado en una cuneta

Se ha identificado a la cuarta parte de los 400 bebés que fueron raptados

Los antropólogos cruzaron los datos del ADN de Horacio con los obtenidos en su banco genético de restos exhumados y hubo éxito. El cuerpo de su padre, Horacio Pietragalla, había sido encontrado en 1984 en el cementerio de la ciudad argentina de Córdoba. Un cuerpo de un hombre de gran estatura fue encontrado al borde de una cuneta en 1975 con un disparo en la cabeza. Aún no había sucedido el golpe militar, pero los grupos paramilitares ya trabajaban en la dura represión, que dejó 30.000 desaparecidos en apenas cinco años. Los padres de Pietragalla militaban en el grupo clandestino peronista de losMontoneros.

La reconstrucción de la muerte de su madre, Liliana Corti, fue, si cabe, más dolorosa. Viuda y con un hijo al que llamó Horacio en honor del padre ya desaparecido, fue sorprendida por una redada en un piso donde se escondía con dos camaradas. Los militares de la Triple A los asesinaron. La familia de Liliana le contó a Horacio que ella había tratado de esconderlo en la bañera. Sin embargo, los militares le encontraron y el teniente coronel Hernán Tezlaff se encargó de buscarle una familia. Este militar, del que Horacio siempre sospechó, fue procesado como autor de un segundo caso de robo de bebés.

El caso de Horacio es uno de los pocos que han sido contados por el protagonista y víctima. Horacio y Abuelas buscan dos objetivos: convencer a los jóvenes con dudas de que comprueben su identidad y conseguir que la memoria impida que la historia se vuelva a repetir.

Fuente: Público.es 3 de mayo de 2009


Aquel 1 de abril…

mayo 3, 2009

La historia oral de la Guerra Civil se extingue. Setenta años después, algunos de los pocos testigos vivos recuerdan el fin de la contienda.

La noticia del final de la guerra viajaba en camión. El cabo José Luis Sampedro (Barcelona, 1917) y su decena de soldados vivían más preocupados por no sucumbir al frío que por romper el frente Madrid-Zaragoza desde el pequeño pueblo de Guadalajara al que les habían destinado en la primavera del 39. «Pasó un camión el 30 o 31 de marzo, nos dijeron que había acabado la guerra», revive 70 años después frente al Mediterráneo.

José Luis Sampedro, en Melilla en 1938

José Luis Sampedro, en Melilla en 1938

«Había gente que se saltaba la tapa de los sesos delante de nosotros», recuerda el comunista Marcos Ana

La primera «preocupación» del cabo, que con los años se convertiría en un economista y escritor de prestigio, fue la celebración. En autoestop llegó a Sigüenza para comprar alcohol. La preocupación había sido universal. «No quedaba una botella de vino en casi ningún sitio, tuve que comprar de lo que había». Amaneció el 1 de abril bañado en un líquido rojo que confundió con sangre hasta que descubrió que fluía de una bota de vino mal cerrada. En cuanto logró un permiso viajó a Madrid. El cabo Sampedro hizo su triunfal entrada en la ciudad, dividida entre el júbilo y el miedo, rodeado de pollos muertos en una furgoneta. «Llamé a la puerta sin saber lo que me iba a encontrar, me abrió una jovencita que tardé en reconocer como mi hermana. Hacía tres años que no tenía noticias de mi familia».

En aquellos tres años, José Luis Sampedro maduró de golpe. Hasta 1936, hijo de una buena familia sin notables implicaciones políticas, se había limitado a estudiar y aprobar unas oposiciones para funcionario de aduanas. Era vagamente conservador, es decir, más amigo del orden que del caos. La sublevación le pilló en Santander, su primer destino profesional, donde las autoridades republicanas le movilizaron. «Me mandaron a un batallón anarquista porque sospechaban que yo era de derechas. No les faltaba parte de razón». Le armaron con un fusil, cartuchos y un casco de hierro, que no le protegía del miedo que le inspiraban sus compañeros de armas. «A los cuatro días éramos amigos. En el tiempo que viví con ellos, los anarquistas me parecieron extraordinarios por su respeto al ser humano y el rechazo del poder de la fuerza de un hombre sobre otro, tenían una gran dignidad».

Sin embargo, cuando los sublevados tomaron Santander en agosto de 1937 y las milicias republicanas recibieron la orden de retirarse a Asturias, Sampedro eligió a los suyos. Se escondió en una casa y al día siguiente se presentó en la aduana. «Mi primer desencanto fue escuchar la arenga de un funcionario de Burgos que nos reprochaba a ocho funcionarios no haber sido capaces de conquistar Santander para Franco». Hizo el resto de la guerra con el bando al que se consideraba naturalmente ligado a pesar de que le incomodaban cada vez más cosas. El papel de la Iglesia: «Me parecía monstruoso que los obispos bendijesen cañones, fuesen de quien fuesen».

De su experiencia se nutrió su segunda novela, La sombra de los días (Alfaguara), escrita en 1945 y publicada medio siglo después. «La guerra me parece una barbaridad, la prueba de que una sociedad inmadura no sabe resolver sus conflictos. Pero, prescindiendo de juicios morales, es una experiencia de enorme intensidad por el miedo a la aventura o el contacto con la naturaleza. Para mí fue un descubrimiento la vida de los anarquistas y los campesinos», reflexiona.

Pasó por ambos frentes con doble fortuna. No fue herido. Ni disparó un tiro.

La noticia del fin de la guerra también cruzó veloz la frontera. Los miles de españoles que estaban en Francia ni querían festejarla ni podían. Atrapados en campos de concentración, dormían a la intemperie, muertos de hambre, comidos por piojos y vigilados por soldados senegaleses sin ápice de compasión. «Éramos tratados igual que animales», afirma María García Torrecillas (Albánchez, Almería, 1916), una de aquellas presas que subsistían casi de la nada en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer. «Habíamos perdido la guerra y había mucha gente que se había quedado en España, como mi hermano, que pasó más de 20 años en la cárcel. Sentimos mucha tristeza al recibir la noticia», relata por teléfono desde Monterrey (México).

En febrero de 1939, María García cruzó caminando a Francia. En el mismo campo donde recibió la noticia del final de la guerra se quedó embarazada de su marido. «Durante siete meses sobreviví comiendo al día un trozo de pan y un tomate que me daba una señora de fuera». Hasta que Elizabeth Eidenbenz, la suiza que había fundado una maternidad para atender a las republicanas embarazadas, la descubrió y se la llevó con siete meses de gestación y 45 kilos de peso. María dio a luz a su hijo Felipe y comenzó a trabajar en la maternidad como encargada de la cuna. De los 598 bebés que nacieron, 400 eran españoles. Las refugiadas llegaban extenuadas, más muertas que vivas. «No parecían seres humanos, lo primero que hacíamos era bañarlas y desinfectarlas», cuenta María García, que ha plasmado su experiencia en un libro, Mi exilio, editado hace año y medio en México.

La guerra terminó para el poeta y escritor Marcos Ana (Alconada, Salamanca, 1920) un día antes. Para él y otros 20.000 republicanos que se habían apiñado en el puerto de Alicante confiados en huir de la derrota en algún barco amigo. Cuando comprobaron que por mar se acercaban dos minadores y el crucero Canarias y que por tierra les apuntaban las ametralladoras de los italianos de la División Littorio, cundió la desesperación y la amargura en aquella ratonera. «Había gente que se saltaba la tapa de los sesos delante de nosotros y otros que se tiraban al agua», rememora. Había quien proponía desplegar una resistencia numantina, pero finalmente se impuso el desarme. Marcos Ana, hasta entonces instructor político en la 8ª División, desmontó su pistola y la arrojó al mar para evitar entregarla.

Marcos Ana, en la cárcel de Porlier (Madrid) en 1939

Marcos Ana, en la cárcel de Porlier (Madrid) en 1939

Los rojos, inofensivos ya sin armas, desfilaron hacia el campo de Los Almendros. Allí amanecen el 1 de abril de 1939 Marcos Ana, su hermano Fabricio y dos compañeros más. «El fin de la guerra me sorprende comiendo tallos tiernos y flores. Para nosotros estaba acabada, no necesitábamos el famoso parte», cuenta. Hambrientos, los republicanos devastan aquel campo como una plaga de langostas. Trituran hierba, flores, cáscaras de almendras. Aun así, Marcos Ana hace hincapié sobre un hecho, que recoge en su biografía Decidme cómo es un árbol (Umbriel): la visita de unos reporteros italianos para filmar su desesperación. «Nos tiraron pan al suelo, pero algunos compañeros dieron voces para que no lo cogiéramos. Prevaleció la dignidad al hambre», cuenta.

Los Almendros fue un encierro de tránsito. En pocos días, Ana, su hermano y sus amigos fueron encerrados en un vagón de mercancías rumbo al campo de Albatera. Comían, dormían, meaban y cagaban en el mismo sitio, encerrados con una alambrada y vigilados por guardias que les vendían puñados de alfalfa a cambio de relojes y chaquetas. A las necesidades físicas elementales se sumaba la inseguridad ante la supervivencia: grupos de falangistas llegados de todas partes examinaban a los presos para seleccionar a los rojos que conocían y llevárselos.

El joven Marcos Ana se hizo pasar por menor de edad y huyó. En Madrid permaneció escondido por su familia hasta el 28 de abril, tras ser delatado por un antiguo camarada con el que había contactado con la idea atolondrada de poner en pie la resistencia. Comenzó entonces una carrera infinita de torturas («lo que más utilizaban era el apaleamiento frenético y repetido con fustas y vergajos de toro hasta dejarte macerado todo el cuerpo y seguir después, día tras día, golpeando sobre las llagas»), condenas a muerte y cárceles, que le convertirían en el preso político más veterano y símbolo internacional de la lucha contra la represión.

José Ramón Calparsoro Pérot (Tolosa, Guipúzcoa, 1908) hizo la guerra en defensa propia. Por miedo al otro. Los obreros de su fábrica le habían amenazado de muerte, así que en el 36 se ofreció como voluntario. Tenía 12 horas escasas de vuelo cuando se presentó en el aeródromo militar de Lasarte. En el libro José Ramón Calparsoro. Un piloto español en la Legión Cóndor (Quirón), escrito por Cecilio Yusta Viñas, cuenta que falseó su experiencia -dijo que tenía título- y que en octubre de 1936 se subió por vez primera a un ametrallador, un Fokker VII, con el que no llegó a disparar. En Tablada, la base militar de Sevilla, recibió una rápida instrucción, el grado de alférez y la primera orden: «Vaya a Don Benito y compruebe si hay caza enemiga en el aeródromo». «A la orden, mi capitán; si no vuelvo es que sí hay», respondió antes de subir a un Breguet XIX.

Y ya no paró. Fue el primer español en integrarse en la Legión Cóndor (el refuerzo enviado por Hitler a Franco), y el único que hizo un curso de vuelo sin visibilidad para bombardeos nocturnos. En febrero de 1939 hizo el último de sus 400 servicios sobre la bahía de Rosas. El 1 de abril estaba en Cariñena (Zaragoza), preparándose para volar con su escuadrilla a Madrid para celebrar la victoria. Una montaña frustró la expedición: murieron 11 tripulantes de los tres aviones siniestrados. Cuando Calparsoro al fin se presentó en Cuatro Vientos, se despidió de la guerra para siempre: «Mi coronel, he dejado mi aparato para el desfile, sobrarán voluntarios para pilotarlo, yo me voy». Setenta años después, tras una intensa vida empresarial y aventurera, rehúye ciertos recuerdos. Tal vez sea sólo un parapeto tras el que protegerse. «La guerra es terrible», afirma. Se pregunta sobre quién arrojaba las bombas y se contesta que sobre otros españoles. Pero eso no le hizo dudar sobre lo que estaba haciendo: «Siempre tuve la creencia de que si yo no me defendía, me liquidaban». –

Fuente: El País.es (marzo 2009)


Vidas robadas…

mayo 3, 2009

Unos 30.000 niños, hijos de republicanos encarcelados o muertos, fueron a manos de familias del otro bando. Bastaba falsear sus vidas, sus apellidos. Hoy, los que quedan intentan, sin ayuda oficial, recuperar a los suyos, su pasado.

Julia Manzanal  Nacida en 1915 en Madrid, una de las protagonistas del documental 'Los niños perdidos del franquismo'.  "Sigo preguntándome qué habría pasado si mi niña no hubiera muerto, cómo habría vivido, cómo habría sido el tiempo compartido"

Julia Manzanal Nacida en 1915 en Madrid, una de las protagonistas del documental 'Los niños perdidos del franquismo'. "Sigo preguntándome qué habría pasado si mi niña no hubiera muerto, cómo habría vivido, cómo habría sido el tiempo compartido"

Algunos tenían una imagen que recordar. Otros no. Esto supone una gran diferencia entre los primeros y los segundos: mientras unos necesitaban recuperar su identidad, los otros ni siquiera llegaron a saber que la habían perdido. Se estima que desde el inicio de la Guerra Civil y hasta los años cincuenta, los sublevados de 1936 robaron a los republicanos alrededor de 30.000 niños, algunos para meterlos en seminarios u hospicios; otros para ser dados en adopción a ciudadanos afectos al régimen. En ocasiones, los niños habían sido separados de sus padres cuando tenían edad suficiente como para recordarlos, incluidos los encerrados junto a sus madres en las cárceles franquistas, donde les dejaban residir hasta los seis años. Pero en otras, nunca iban a conocer su origen los recién nacidos que les sustraían a las mujeres ingresadas en lugares como la Prisión de Madres Lactantes de Madrid y a las que, en muchos casos, fusilaban al poco de dar a luz. ¿Dónde fueron esos bebés? ¿Quién se los quedó? Resulta inquietante pensar en sus vidas falseadas y deducir que aún hoy habrá personas en nuestro país que no sean quienes suponen ser ni pertenezcan a las familias que consideran suyas. Han permanecido siete décadas ocultos y tampoco ahora hay demasiado interés en rescatarles del olvido.

Inquieta pensar que aún hoy hay personas en España que no son quienes creen ser ni pertenecen a familias que consideran suyas

Los que han recuperado parte de su pasado lo han conseguido gracias a alguna ONG o a espectáculos televisivos de desaparecidos

Decenas de miles de niños acogidos en los penales fueron reeducados, y una buena cantidad, entregados a los seguidores del Alzamiento

No logran completar el rompecabezas porque no reciben casi ayuda. Es difícil lograrlo con medios propios, pues su existencia está llena de misterios

Esa historia siniestra comienza incluso antes de la guerra y en teorías tan disparatadas como las del psiquiatra militar Antonio Vallejo Nájera, cuya tesis era que el marxismo es una enfermedad mental propia de personas intelectualmente débiles y moralmente despreciables. Siguiendo las doctrinas de la eugenesia y convencido de que la tara del socialismo se transmitía a quienes rodeasen al afectado, el estrambótico médico promovía el tratamiento con electrochoques a esos rojos de una especie humana inferior, su aislamiento en granjas y quitarles a sus hijos para evitar el contagio. Esto último tuvo una expresión macabra, pero que hizo fortuna: hay que separar el grano de la paja. Para poner en práctica sus teorías, Vallejo Nájera no tuvo más que esperar a que otro loco se hiciera con el país, y la sintonía entre ambos fue tan extraordinaria, que en cuanto empezó la guerra Franco lo nombró psiquiatra en jefe de su ejército, le dio permiso para que iniciase sus investigaciones con los prisioneros y firmó las leyes que hacían falta para que sus desvaríos se hiciesen realidad.

Esas leyes, publicadas en el Boletín Oficial del Estado en 1940 y 1941, otorgaban automáticamente al nuevo Estado la tutela de los niños internados en los hospicios del Auxilio Social, la institución caritativa que había fundado la viuda del líder falangista Onésimo Redondo, y le autorizaba a cambiarles los apellidos. Era una autopista hacia la impunidad, pues daba a los rebeldes carta blanca para secuestrar a los hijos de los republicanos, darlos nuevo nombre y hacerlos desaparecer de sus vidas. Nadie puede saber con exactitud cuántos fueron, entre otras cosas porque no existía ni registro de los nacimientos en los penales ni censo de la población infantil que acogían, aunque la escasa documentación no destruida -como tantas otras pruebas- en los últimos años de la dictadura muestra que decenas de miles fueron reeducados, y una buena cantidad de ellos, entregados a los seguidores del Alzamiento. En algunas circulares internas de Auxilio Social, sus responsables expresaban preocupación por el destino de estos niños, ya que les habían informado de que a muchos no se los llevaban para educarlos como a hijos, sino como criados.

Las ayudas oficiales para el esclarecimiento de esa trama macabra han sido nulas, como suele ocurrir con lo relacionado con la memoria histórica, y, de hecho, una de las cosas que proponía investigar el magistrado Baltasar Garzón en su intento de enjuiciar el franquismo era la odisea de los niños arrebatados a sus familias por los vencedores, pero la Audiencia Nacional lo paró. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) intenta ahora aprovechar un claro en la cortina de humo que hizo caer el tribunal, puesto que éste hablaba de que sólo podría actuar en caso de máxima urgencia, y con lógica argumentan que la edad de los afectados es razón más que urgente para ponerse en marcha: algunas personas que buscaban a sus familias murieron ya, y las que quedan rozan los 100 años. La ARMH solicita que se realicen de inmediato las pruebas de ADN necesarias, pero parece que ni la justicia ni el dinero público están ahí para ellos.

No deja de ser preocupante que si algunos de esos hombres y mujeres lograron reencontrar el hilo de su existencia nunca lo han hecho gracias a los poderes públicos, sino a la intervención de alguna ONG o porque algún medio de comunicación ha aprovechado el interés de sus peripecias para montar espectáculos televisivos en los que el reencuentro familiar aseguraba la audiencia (en Quién sabe dónde, los niños robados del franquismo se mezclaban con los fugados de sus matrimonios y demás prófugos de su propia autobiografía). Algunos casos de víctimas que aún pueden contar su calvario sirven como ejemplo del sufrimiento colectivo que causó el régimen a gran parte de la población española.

María del Carmen Calvo García no siempre se llamó así. Una de las particularidades del proceso era que a veces a los huérfanos se les ponía el apellido Expósito; en otras ocasiones, amparándose en la ley de 1941, les daban apellidos tradicionales: Gómez, Pérez, Rodríguez o González, y en otros casos ocurría algo más inaudito: los niños entregados a personas que, por el motivo que fuese, eran devueltos al orfanato llegaron a tener múltiples padres y apellidos. Un galimatías con consecuencias burocráticas. María del Carmen, por ejemplo, no pudo solicitar el permiso para desenterrar a su padre, fusilado en Toledo y arrojado a una fosa común: al no coincidir los apellidos no se le reconoció vinculación. Cuando pensaba en él recordaba que al poco de morir su esposa, en 1934, solo, con siete hijos, tomó la decisión de separarlos: tres, con sus abuelos; cuatro, internos a un colegio. Pero antes mandó hacer un retrato de la familia al completo. Cuando tiempo después sus nietos solicitaron copia de su partida de defunción (expedida en 1939 tras ser fusilado), en ella el nombre de María del Carmen había desaparecido.

Acostumbrada a ir descubriendo poco a poco su propia vida, ella sabe más de lo que recuerda: por ejemplo, que al inicio de la guerra, muy pequeña, las monjas del hospicio la enviaron a Francia junto a su hermana Florencia; que estuvo en Perpiñán y Burdeos y que vivió un tiempo con una familia francesa de la que nada sabe. También que el Servicio Exterior de la Falange intentó traer de vuelta a España a su hermana, y a ella unos cuáqueros llevarla a EE?UU. Florencia, entonces de ocho años, lo evitó escondiéndose en una carbonera hasta que los agentes fascistas pasaron de largo, y lo segundo lo quiso impedir ella no soltándose jamás de la mano de su hermana. Pero un día las separaron para vacunarlas y no volvieron a verse: la mayor regresó a España y pudo reunirse con su familia; de la menor no volvió a saberse. Cuando Florencia indagó, las monjas le aseguraron que había muerto de tifus en el tren a España y la habían enterrado en algún lugar junto a las vías. Pero los niños invisibles también dejan huellas, y, como sus raptores los inscribían a veces en los registros civiles allí donde los llevaban, sabemos que María del Carmen estuvo en Igualada, en Irún y en Carabanchel, en un orfanato religioso llamado Villa San Miguel, bajo la tutela de Protección de Menores. Allí fue a buscarla un matrimonio de tenderos de Jumilla, y con ellos pasó toda su vida. La trataron bien, pero ella nunca olvidó que su verdadera familia era otra. Hizo lo posible por encontrarla. Más adelante, ya casada y con seis hijos, solía contarles su odisea, aunque sonara ya a batallita lejana.

Una noche, 60 años más tarde, María del Carmen, antes María Expósito y María Pérez Gómez, estaba en casa cuando sonó el teléfono y una de sus hijas le aconsejó que pusiera la tele: estaban dando un programa al que una mujer llamada Florencia decía haber ido para tratar de encontrar a su hermana perdida en la guerra. Los presentadores afirmaban haberla encontrado, así que María del Carmen decidió presentarse en el plató. Ante sus ojos se sucedía la escena del reencuentro entre las supuestas hermanas, aunque la verdad era que no parecían reconocerse. Florencia sacó del bolso la única foto de su familia al completo, y la mujer que tenía enfrente ni se inmutó. En la grada, María del Carmen le susurró a su hija: «Ésa soy yo, la que está en las rodillas del padre». Pero nada desveló, intimidada por el medio y porque el espectáculo televisivo continuaba, encaminado a demostrar que Florencia había encontrado a su hermana y que la confusión de ésta era lógica, teniendo en cuenta su edad entonces, los años transcurridos y el lavado de cerebro que les debían de hacer a los niños que se llevaban.

Al acabar, María del Carmen se acercó a Florencia. Y entonces ocurrió. Florencia la miró fijamente, se le hizo un nudo en la garganta y dijo: «Yo a ti te conozco y te quiero mucho». Florencia y María del Carmen intercambiaron teléfonos y a partir de aquella noche pasaron cuatro años hablando, aunque persistían las dudas. Alguno de sus hermanos sostenía: «No te fíes, ésta quiere sacar algo de nosotros». Pero las dos mujeres reunieron dinero para las pruebas de ADN y el resultado fue un 96,9% de posibilidades de ser hermanas. Aun así, el primogénito, incrédulo, no se conformó. Tomó un tren y se presentó en casa de María del Carmen para desenmascararla. Cuando llamó a la puerta y ella abrió, aquel hombre dejó caer la maleta y se echó a llorar: era idéntica a su padre.

Historias como la de María del Carmen son insólitas, pero no raras, una paradoja que se explica por la vocación de exterminio que amparó desde el primer instante a los insurgentes de 1936, tan empeñados en masacrar a sus rivales ideológicos como en borrar del mapa de España sus ideas. A pesar de ello, las diferentes asociaciones vinculadas a la memoria histórica que luchan por los derechos de las víctimas no han logrado que ningún Gobierno les apoye; ni que les preste ayuda económica que no pueda considerarse limosna; ni que el dictador sea calificado oficialmente de genocida; ni que sus miles de asesinatos se cataloguen como crímenes contra la humanidad, lo que impediría que pudieran considerarse prescritos o amnistiados; ni que la apología del franquismo sea delito… Tampoco se han querido hacer cosas tan simples como un registro de ADN con los afectados por la trama del robo de niños, o tomar declaración a personajes como Trinidad Gallego, una comadrona de casi cien años que prestó sus servicios en la cárcel de Ventas, testigo de numerosas sustracciones de recién nacidos. Después de estar encerrada años por sus ideas, de pasar hambre y de tener que soportar, tras ser liberada, los abusos sexuales de un médico que la amenazaba tras cada violación con devolverla a la cárcel si lo denunciaba, Trinidad no ha tenido la satisfacción de que algún juzgado recoja su testimonio.

Otra mujer que también tuvo varios nombres y una foto que esclareció su vida es Antonia Rada, antes Antonia Herrera Cano. Su tormento comenzó al estallar la sublevación militar. Su madre fue arrestada y llevada junto a la niña, entonces de dos años, a la prisión de Guadix. Ellas eran el cebo: la pieza que buscaban sus captores era el padre, un jornalero a quien fusilaron en cuanto fue a entregarse para que las liberaran. Antonia asegura haber presenciado el ajusticiamiento: se escapó de la celda al ver a su padre desde la ventana, corrió hacia el patio, y al llegar y llamarlo, él se giró y levantó la mano en gesto de despedida, justo cuando los tiros lo abatían. Antonia, ya huérfana, fue arrebatada a su madre, aunque permaneció en la misma cárcel de Santa Cruz de Tenerife. Y cuando la mujer oyó que a los niños los daban en adopción al cumplir tres años, le pidió a otra reclusa que salía en libertad que la cuidara hasta el fin de su condena. Le firmó una autorización y le dio una foto, en la que estaban juntas madre e hija, para que Antonia la recordara. La compañera, sin embargo, no cumplió: se fue a ver a la dueña de una tienda de alta costura que no podía tener hijos. Antonia cree que la dieron a cambio de un traje de novia. Lo supo después, porque lo que le repitieron una y otra vez en su infancia fue que su madre «la había regalado como a un perro», que sus progenitores eran unos indeseables. Ese veneno la llenó de rencor.

«Y pretendieron hacerme creer que ellos también eran familiares míos, pero algo no me encajaba. Recuerdo que cuando hice la primera comunión les pregunté: ‘¿Y por qué no llevo vuestros apellidos?’. La respuesta: ‘De eso no se habla’. Un día, mientras miraba fotos de una caja, encontré una de una mujer alta, con moño y una niña en brazos que, sin duda, era yo. Le pregunté a mi madre adoptiva y se puso muy nerviosa. Me dijo que era una amiga fallecida y me la quitó. Esa foto, claro, era la que mi madre le había dado a la compañera de cárcel. Se me quedó grabada. Un día se me ocurrió peinarme igual que en la foto, me recogí el pelo, y mi madre adoptiva, al verme, gritó: ‘¿Qué haces? ¡No te peines así!’. ‘¿Por qué?’, le pregunté. Ella, muy pálida, me respondió: ‘Porque me recuerdas a alguien…’. Me armé de valor: ‘¿A quién? ¿A mi madre?».

La tela de araña de la mentira empezaba a romperse, y Antonia siguió obsesionada por saber lo ocurrido y si su madre biológica vivía. Un tiempo después, cuando murió su padre adoptivo, encontró una carta que la dejó perpleja: «Era de uno de mis ocho hermanos, que estaba haciendo la mili en Ceuta, y en ella decía que iba a ir a Tenerife a buscarme porque había descubierto dónde y con quién estaba, y también afirmaba que quería llevarme con él. Yo podía no haber dado crédito a lo que leía, pero recordé que en una ocasión, con ocho años, una monja de mi colegio me dijo: ‘Antonia, ven, que tienes una visita. Tu hermano’. Yo dije que no tenía ninguno. Pero me llevaron ante él. Y entonces pasaron dos cosas: una, que sentí miedo, porque desde que había visto a los soldados que mataron a mi padre tenía terror a los uniformes, y él iba de uniforme; y la otra es que cuando me dijo quién era y que quería llevarme a casa con mi auténtica familia, yo me eché a llorar y le dije: ‘No tengo más familia que ésta… ¡Vosotros me habéis regalado como a un perro!’. No volvió a dar señales de vida, ni debió de comunicar su hallazgo a su madre, y se llevó el secreto a la tumba al morir. Antes tuvo algún otro contacto con el padre adoptivo de Antonia, porque ella encontró otra carta en la que éste le pedía permiso para llevarla con ellos a Venezuela. Lo necesitaba porque como no le habían cambiado los apellidos, precisaba una autorización legal. Como el hermano no quiso firmar ningún permiso, la llevaron a un notario, la bautizaron y le pusieron sus apellidos. Eso fue «en 1948 o 1949», dice.

La suma de todo da como resultado la confusión, y esa confusión la atormentó toda su vida. «¿Por qué mi madre tardó 54 años en ir a buscarme? Si mi hermano le contó que me había encontrado, ¿por qué no me reclamaron?». Algunas preguntas encontraron respuesta, una vez más, en Quién sabe dónde, cuando a otra de sus hermanas se le ocurrió ponerse en contacto con sus realizadores. Para empezar, encontraron en los archivos de la cárcel de Santa Cruz de Tenerife un documento clave: el que había firmado su madre autorizando a su compañera de cautiverio, Candelaria Hernández, para que se llevase a Antonia. Al indagar sospecharon que ni esa mujer había actuado por un impulso, ni las autoridades penitenciarias habían estado al margen. Antonia no sabía eso, ni tampoco que el nombre que le habían puesto sus padres era el de Pasionaria, que tuvieron que cambiárselo en 1938 para protegerla. También que el hermano que había ido a buscarla podía haber sido demasiado cauteloso al no querer decirle nada a su madre hasta ver en qué acababa todo, pero que además tampoco tuvo tiempo, porque falleció pronto. Y Antonia supo algo más: «Mi madre verdadera, a la que yo guardaba gran rencor, había vivido destrozada por el dolor de no poder estar conmigo. Jamás se había quitado el luto, durmió 60 años con mi foto bajo la almohada. Supe todo eso, aprendí su nombre y apellidos, Carmen Cano Villegas, y que vivía en Gerona. Y hasta su muerte mantuvimos una buena relación. Mi ex marido, que era franquista, intentaba evitarlo y me decía que me alejara de ellos, que los rojos eran gentuza, que había tenido mucha suerte de que me apartaran de ellos. Ya sabes, lo de separar el grano de la paja».

Estremece pensar en aquel país lleno de niños perdidos o abandonados, de hospicios del Auxilio Social o seminarios donde iban a verlos, a tasarlos, a llevárselos… La beneficencia franquista era, en realidad, parte del aparato represor de la dictadura, y en los internados trataban a las criaturas con métodos castrenses. Uxenu Ablana, que tiene ya más de setenta años, vive en Santiago de Compostela y pertenece a la Asociación de la Guerra y el Exilio, tiene también una historia tremenda a sus espaldas, en la que asoma otra de las esquinas del infierno, la del abuso sexual.

Uxenu perdió a su madre al empezar la guerra, pero hasta hoy no sabe lo que le ocurrió, ni ha podido averiguar dónde está enterrada. Durante años le dijeron que había muerto a causa de un aborto, pero vecinos de Pravia, que era donde vivían, le contaron otra historia: los sublevados la habían detenido y torturado para que contara dónde estaba su padre, y había muerto mientras la azotaban salvajemente. El padre, al que condenaron a 30 años de prisión, pasó ocho en la cárcel, y cuando salió no quiso hablar jamás del tema a su hijo. A Uxenu (que sostiene que en realidad a él lo mataron en 1936 y aplaude el verso con el que Ángel González define la posguerra: «Quien no pudo morir, continuó andando») lo internaron en centros del Auxilio Social desde los seis hasta los dieciséis. En ellos dice haber sufrido maltrato. «A todos nos pegaban, y a mí, que era algo rebelde, más. En el orfanato de Pravia llegaban a castigarnos sin cenar una semana entera, y en otro de Avilés, el ayuno llegaba hasta los 15 días: imagínate, con el hambre que ya pasábamos. Otras veces nos encerraban en un armario diminuto que había en el hueco de la escalera, y allí tenías que limpiar los zapatos de todos. Nuestra educación era casi inexistente, poco más allá de las cuatro reglas matemáticas, porque todo el tiempo lo gastaban en obligarnos a aprender himnos falangistas y doctrina católica. Además, algunos sacerdotes abusaban de los niños. Uno de ellos solía dejarme una bicicleta y me mandaba a hacer recados. Al volver, me decía: ‘Niño, quítate los pantalones y mete los pies en esta palangana de agua caliente, que te los voy a lavar como a Jesucristo’. Pero las manos del cura empezaban pronto a subir por las piernas y a acariciarme el sexo. Un día me desperté en la noche y lo encontré en mi cama, tumbado a mi lado, desnudo y con una gran erección, acariciándome. Mi caso no era una excepción. Otros curas iban a buscar a los niños al hospicio, supuestamente para dar un paseo por el campo y que respirasen aire puro, y cuando estaban apartados les ofrecían dinero por dejarse masturbar, con lo cual, decían, les sacaban el diablo de dentro. A mí, una tarde, dos me llegaron a ofrecer 100 pesetas, que era una fortuna. No lo lograron, pero sí meterme por la fuerza a monaguillo». Una noche en que llevaba ya cuatro o cinco días sin probar bocado, una monja despertó a Uxenu para aumentar el castigo cortándole el pelo al cero, «y yo, harto de golpes y suplicios, le di un empujón, salté por una ventana y me escapé de aquel infierno. Fui andando hasta Oviedo, donde estaba mi padre, y al ver que nadie iba a reclamarme, me quedé allí, trabajé en un taller y me hice viajante, como él».

Lo cierto es que muchos niños fueron robados en la España fúnebre de la dictadura, que una cantidad intolerable de ellos nunca llegaron ni llegarán a saber quiénes son, y otros, aunque pudieron reconstruir sus orígenes, no logran completar el rompecabezas porque no reciben casi ayuda para hacerlo. Y es difícil lograrlo con medios propios, porque toda su existencia suele estar llena de misterios y medias verdades. Hay casos como el de Julia Manzanal. Su hija murió en la cárcel donde había sido encerrada con ella, al igual que sucedía con cientos de niños por epidemias de tifus o meningitis que arrasaban los centros penitenciarios, donde la comida era basura; la atención médica, simbólica, y la suciedad lo enfangaba todo. Julia -que hoy vive en Madrid y siente un enorme dolor al recordar, hasta el punto de que sus familiares permiten que se le hagan fotos, pero piden que no le hablen de aquello porque se altera- al menos tuvo la ocasión de hacer público su calvario: fue una de las protagonistas del documental Los niños perdidos del franquismo (de Montse Armengou y Ricard Belis). La vida de Julia es terrible, pero al menos sabe la verdad, aunque siga preguntándose qué habría pasado si su niña no hubiera muerto, qué habría hecho, cómo habría sido su vida…

Otros, como Carlos Mercader Bellver, siguen intentando conocer los detalles. A él lo abandonó su madre en diciembre de 1936, seguramente por no poder alimentarlo, y fue recogido por unas monjas y llevado a un convento-hospital de Valdepeñas. A partir de ese instante todo es niebla. Cuando llevaba allí una buena temporada apareció un comisario político llamado Diego Mercader Bellver que le dio sus apellidos. Cree que era su padre, y al seguir su pista ha sabido que fue herido en Huesca, lo llevaron preso a Barcelona y luego a Pueblo Nuevo, que fue condenado a muerte e indultado. El niño, mientras, vivió con una familia de la que no guarda recuerdo, y al acabar la guerra fue enviado a un hospicio de Ciudad Real. Allí, otra familia se hizo cargo de él y lo devolvió a Valdepeñas. El deseo de esas personas era que fuera compañero de juegos de su hija, pero cuando ésta se hizo mayor ingresó en un convento, y su falso hermano fue devuelto al Auxilio Social. En orfanatos estuvo de los nueve a los veintiún años, pasando por varios en Madrid, entre ellos, en el mismo que el dibujante Carlos Jiménez, que ha inmortalizado los horrores sufridos en su obra Paracuellos.

«A mi padre no llegué a verle de verdad. Aunque una vez que estaba enfermo fue a Valdepeñas y me visitó. Me dio una medalla, pero las monjas me la quitaron. Con los años, mientras yo hacía el servicio militar, alguien me habló de un hombre de un juzgado de Almadén que llevaba mis mismos apellidos. Soy muy tímido, me daba vergüenza molestar a aquel hombre, pero le envié una carta, a la que él contestó con amabilidad, pero evasivo. Nunca dijo que fuese mi padre, tampoco lo contrario. Dejé pasar el tiempo, no quería que pensara que quería algo de él, algo material. Pero, al final, decidí presentarme en Almadén para hablar. Por desgracia, ya había muerto». Pero aún hay otro cabo suelto de la historia de Carlos Mercader. Una mañana, un cliente del banco de Huelva en donde trabajaba, le dijo: «Vaya, qué casualidad, lleva usted mis apellidos. Yo soy hijo de una mujer que se llama Dolores Mercader». Y Carlos piensa seguir ese rastro: «Voy a quemar mi última vela, a ver si consigo saber quién fue mi madre, qué le ocurrió. Tengo datos que dicen que probablemente huyera de Valdepeñas hacia Alicante o Almería. Quiero saber de dónde provengo y qué pasó. No es agradable vivir sin saber quién eres». Niños robados, vidas tachadas y reescritas… No queda demasiado tiempo. Si nadie lo evita, todo su sufrimiento caerá en los pozos del olvido, esos agujeros negros de los manuales de historia, las hojas arrancadas del libro de la democracia.

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Enlaces relacionados:

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Fuente: El País.es 3 de mayo de 2005


“Memoria irredenta del franquismo”…

mayo 3, 2009
PRESENTACION LIBRO: MEMORIA IRREDENTA DEL FRANQUISMO»
autor. JOSE LUIS PITARCH ( ex UMD;profesor univ. Derecho Costitucional;Vicep.UCR,…)
Ateneo de Madrid , C/ Prado 21. TERTULIA REPUBLICANA
INTERVENDRÁ ADEMAS DEL AUTOR » JOAN GENOVÉS» (pintor)
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La automitificada “transición” fue en verdad “transacción”, bajo horcas caudinas o coacción de los franquistas pactantes con los demócratas (y, si no, no había democracia, partidos, elecciones libres). Tal semichantaje, con su lote de guetos y trágalas, habían de configurar a España como el único país de Europa, casi del mundo, con absoluta impunidad del fascismo. Nadie tendría responsabilidad por el mayor magnicidio de la historia celtíbera, el fusilamiento de la II República, ni por los crímenes y latrocinios de la dictadura, realizados por los socios y herederos españoles de Hitler y Mussolini. Y todo ese tinglado político incluía un monarca designado digitalmente por Franco, bajo curatela del Ejército del caudillo, ejército síndico del “atado y bien atado”.

Algunos de estos polvos mantienen hasta hoy sus lodos, somos el único país europeo que no ha reconocido cabalmente a los “resistentes” o combatientes antifascistas, aquellos últimos soldados de la República que no se rindieron en 1.939, ejerciendo el sagrado derecho de resistencia armada a la tiranía. Tampoco se atreve nuestra democracia a testimoniar pleno agradecimiento a los militares que, desde la UMD, pidieron el fin de la dictadura y se jugaron todo para quemar la pólvora golpista a sus compañeros más agrestes, dispuestos a impedir que llegase la democracia, y, si llegaba, a masacrarla, igual que habían hecho con la República.

Así, la democracia de que tanto alardeamos ha mantenido, treinta años rigiendo la Constitución, a más de cien mil españoles asesinados ferozmente y enterrados sin nombre por zanjas, pozos y barrancos, y aún no osa anular los aberrantes juicios sumarísimos del franquismo. Ni siquiera conocemos todo lo que pasó el 23-F, ni cuánto sabía de ello el rey. Y, mientras el hospital de la Seguridad Social de Burgos lleva el nombre de Yagüe, y Franco cabalga en la capitanía general de Valencia, con su escudo fascista presidiendo la puerta principal, no hay una calle ni costanilla en Valencia a nombre del valenciano General Vicente Rojo, ni han devuelto al pueblo toledano “Azaña” su nombre de siglos que le robaron en 1.936 sustituyéndolo por el del regimiento que lo “conquistó” para Franco. ¿A esto llaman “reconciliación”? ¿A este seguir pagando hipotecas que impuso el franquismo? ¿Hasta cuándo?

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