Ramón Sáez Valcárcel | 22 jun 09
“Hay en algún lugar personas que no soportan ya el silencio” Louis Aragón (Habitaciones. Poema del tiempo que no pasa, 1969) Nuestra sociedad tiene pendiente una deuda con su pasado inmediato y nuestro Estado con el derecho internacional: buscar a los desaparecidos, investigar los crímenes y reparar a las víctimas de la represión franquista. En relación al orden jurídico el respeto de los derechos fundamentales básicos de las víctimas de la larga y feroz represión requiere que las resoluciones de los tribunales de excepción que instituyó el estado fascista sean expulsadas mediante su anulación. Para ello es necesario convenir en una idea precisa: el aparato institucional franquista fue un Estado ilegal, un espacio de no derecho, porque se sustentaba sobre la violación sistemática de los derechos y libertades y conculcaba la legalidad internacional, el orden jurídico universal sustentado en los derechos humanos indisponibles. El Estado franquista nació de un acto criminal, un golpe de estado, se fundó sobre una guerra civil que se desenvolvió bajo el programa de exterminio del enemigo político –los defensores de la legalidad republicana– y se consolidó mediante un proyecto de persecución implacable de cualquier forma de disidencia, proyecto que se prolongó incluso después de la muerte del dictador (ni siquiera lo políticamente correcto nos obliga a asumir que al día siguiente del óbito emergió una monarquía legítima). Estado ilegal, tribunales de excepción y sentencias injustas. Así debemos considerar dichas instituciones y dichos actos de poder, porque violaban sistemáticamente los derechos humanos reconocidos en el sistema jurídico internacional.
Si esa idea se convirtiera en lugar de encuentro –algo que ha pretendido la nueva ley 52/ 2007– no habría problema alguno para declarar la nulidad de todas las sentencias pronunciadas por los tribunales de excepción, como hechos gravemente atentatorios contra los derechos humanos que no pueden convivir en la esfera pública democrática. Frente a esa realidad se disuelven todas las dudas sobre la seguridad jurídica –que nunca podrá amparar la perpetuación del crimen- que se han levantado por quienes mantienen que la herida del pasado no debe abrirse.
A propósito de la memoria, uno de los narradores que utilizó Faulkner para reconstruir la vida y el proyecto vital de Thomas Sutpen, Quentin Compson, en su Absalón, Absalón, reflexionaba de esta guisa: “Su problema era la inocencia. De súbito descubrió no tanto lo que deseaba hacer, sino lo que tenía que hacer a secas, lo que tenía que hacer tanto si le apetecía como si no, porque si no lo hiciera sabría que nunca podría vivir consigo mismo el resto de sus días, nunca podría convivir con lo que habían dejado en su interior todos los hombres y mujeres que habían muerto antes que él para hacer de él lo que era, habían dejado en él para que él lo transmitiera a otros, con todos los muertos que esperaban y seguían pendientes de ver si era capaz de hacerlo bien, de poner las cosas en su sitio, para así poder mirar a la cara no sólo a los muertos sino también a todos los vivos que llegarían tras él cuando él fuera uno de los muertos”. Ese texto permite comprender los complejos mecanismos de la memoria, entre ellos el denominado deber de la memoria, y enuncia uno de los problemas de nuestra sociedad. Una sociedad que estuvo enferma de miedo, miedo inducido por la represión y la acción de los verdugos –de ahí que detrás de la indagación sobre los desaparecidos se halle un esfuerzo de liberación y de superación del terror-, y que ahora, una vez despertada de la amnesia, pretende mirar para otro lado. La demora de treinta años en adecentar la geografía física y simbólica de las Españas –fosas comunes, donde yacen indignamente más de cien mil personas que fueron desaparecidas, monumentos y símbolos de exaltación del crimen, pervivencia de sentencias y actos administrativos injustos- sólo se puede explicar por la suma de miedo y olvido, ambos fenómenos impuestos desde el poder.
Pero no estamos ante un mero problema de desmemoria personal o social, sino frente a un problema que atañe esencialmente a la calidad de la democracia, al derecho, a los derechos humanos y a la justicia. La higiene pública, la decencia colectiva, exige pequeños ajustes de cuentas con el pasado que ahora se pueden acometer en nuestro país sin riesgo para la convivencia o la estabilidad del sistema.
La ley 52/2007, de largo título (por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura), conocida por su denominación abreviada de Memoria histórica, ha marcado un hito en la revisión del pasado próximo y en el desarrollo de políticas de justicia transicional. A pesar de que no da cumplimiento a todos los requerimientos de la legalidad internacional, de hecho no responde a la obligación del Estado democrático -sucesor del Estado ilegal del franquismo- de investigar los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad, de manera relevante respecto a los desaparecidos y las fosas comunes, ni a la obligación de facilitar el acceso a la justicia y de reparar el daño, la ley supone una ruptura con el tratamiento institucional del problema. De dichos incumplimientos levantaba acta el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas en sus observaciones finales al examinar el quinto informe periódico sobre España, recomendando que se derogue la ley de amnistía de 1977, que se reconozca la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad y se acometa la exhumación e identificación de los restos de los desaparecidos . El proceso judicial incoado para indagar respecto a esos crímenes de derecho internacional ha seguido roturando el camino de la revisión del pasado que las asociaciones de la memoria y los historiadores de la represión, durante los últimos quince años, habían abierto.
1.- Memoria y pasado.
El pasado ha sido siempre un espacio de confrontación política y cultural. De ahí que el pasado haya interesado a todo tipo de sociedad y de poder para explicar el mundo, no en balde el ser humano es consciente de su dimensión temporal, de su finitud y necesita buscar sentido retrospectivamente. Pero el pasado y la tradición son también fuente de legitimación de las instituciones y de lo constituido. Por ello devino en una especie de ideología que tenía un fin concreto, ya de justificar la dominación de clase o de trazar el destino de una comunidad. El pasado, en esa medida, está preñado de significado y de finalidad, como dijera el historiador Plumb .
El pasado tiene que ver con el olvido, muchas veces impuesto, y con la conservación del recuerdo, mecanismo relacionado con los procesos de la memoria que siempre es selectiva, fragmentaria, subjetiva y parcial. Pero lo importante es destacar el uso o la utilización que se hace del pasado. Todorov ha puesto de manifiesto los peligros de la memoria a causa de un manejo abusivo –desde luego que no es el caso español-, distinguiendo la memoria literal, que suspende al grupo humano en la mirada retrospectiva y en la reivindicación del daño recibido, de la memoria ejemplar, que trata de construir desde la rememoración y el análisis referentes para el futuro, con el objetivo de que no vuelva a repetirse el hecho dramático .
Frente a la memoria, la historia es un área del saber humano sometida a un método objetivo, de estudio, investigación e interpretación del pasado, en su mejor concepción es un proyecto que se construye al servicio de la sociedad para que los hombres comprendan su presente y puedan resolver sus problemas, desde el conocimiento de su trayectoria histórica . El historiador adquiere un compromiso con la verdad para entender el porqué de la evolución de las cosas, para ello clasifica y ordena sus fuentes –no sólo se vale de evidencias textuales o documentales, también de restos arqueológicos y de información demográfica-, las contrasta y refuta. La historia en la modernidad logró desembarazarse, en parte, de su servidumbre grosera al poder y a la religión, de lo que eran exponentes los anales y los relatos hagiográficos, la vida de los santos o las crónicas oficiales, así logró su autonomía y en los últimos tiempos se confronta con relativismos y revisionismos que tratan de debilitar su estatuto como ciencia social.
La memoria tiene una dimensión básica de carácter personal y subjetivo. Otros habitan en nuestro recuerdo y nosotros habitaremos en el recuerdo de quienes nos han conocido y nos sobrevivan. A su lado, hay otra dimensión de la memoria, la memoria colectiva, construcción que se debe a Maurice Halwabchs , que remite a espacios de recuerdos comunes y compartidos –que denominaba los marcos sociales de la memoria-, lugares que sirven para forjar una cierta identidad, como la escuela, la fábrica, el hogar, la prisión o el campo de concentración, en los que surgen y se fundan relatos que el grupo comparte, se convierten precisamente en el sustento del grupo, y que se encuentran en permanente reelaboración. Esa memoria colectiva se nutre de imágenes, de leyendas, de puntos de vista y juicios de valor asumidos, de celebraciones y conmemoraciones, incluso, de políticas públicas.
La historia se aleja de los hechos que convierte en objeto de estudio, aunque se alimenta de la memoria personal y colectiva, espacios estos de la memoria en los que la distancia entre el observador y su objeto queda abolida por la necesidad de construir identidad personal o de grupo. La historia es un oficio que cuenta con unas técnicas codificadas de reconstrucción de los hechos y de comprensión de las transformaciones sociales, una metodología y unas fuentes precisas –los documentos, los testigos, el archivo. La memoria se sustenta en un trabajo personal o coral, carece de método, incluso no aspira a la objetividad .
Es por ello imprescindible admitir que el pasado está colmado de sentido. Se ha acudido a él para justificar la opresión y el dominio. Es un fenómeno conocido la apropiación del pasado por los poderosos, por los vencedores, buen ejemplo de ello es el relato histórico construido por el franquismo y la expropiación de la memoria de los vencidos, los defensores de la legalidad republicana y los que resistieron a la tiranía posteriormente, que sigue siendo entre nosotros una memoria herida.
Cuando en el pasado reciente habitan hechos traumáticos -como son de manera paradigmática las guerras civiles, los genocidios y los campos de concentración, los sucesos de la represión política y de la persecución del adversario convertido en enemigo y deshumanizado, persecución que se concreta en prácticas generalizadas de asesinato, tortura y desaparición forzada- nos encontramos ante un lugar de conflicto político-cultural, ante un pasado que no pasa, que permanece, que ocupa el presente y condiciona el futuro. Mucho más cuando se ha padecido, como en España, un proceso patológico de amnesia colectiva a consecuencia de un largo período de olvido obligado por la acción violenta de la dictadura, violencia física y moral, cuyos frutos son la persuasión de que el pasado fue inevitable y que no se debe volver a él, fenómeno típico de comunidades derrotadas que no se han desembarazado de las losas de la tiranía.
Asistimos a un enfrentamiento entre la memoria de los vencedores, de la que son portadores, aunque lo nieguen, quienes se sienten próximos o sucesores de los que se levantaron violentamente contra la legalidad -hecho fundante que siguen reivindicando como necesario-, y quienes se beneficiaron del crimen y de la dictadura, y la memoria de los vencidos, de los humillados, que no sólo fueron derrotados por las armas sino también silenciados mientras aquellos detentaron el poder, silencio que continuó durante la democracia que, por desgracia, no se constituyó simbólicamente sobre el esfuerzo y el recuerdo de las luchas por la libertad. La memoria de los derrotados y la memoria de quienes resistieron a la dictadura es el modelo de una memoria reprimida, una memoria latente, que ahora -desde hace años, surgiendo desde los márgenes, ha ganado espacios en la esfera pública- reclama justicia y se enfrenta a la imposición de silencio y olvido. Marcuse dijo: “Olvidar el sufrimiento pasado es olvidar las fuerzas que lo provocaron sin derrotar a esas fuerzas. Las heridas que se curan con el tiempo son las heridas que contienen el veneno. Contra la rendición del tiempo, la restauración de los derechos de la memoria es un vehículo de liberación, es una de las más notables tareas del pensamiento humano” .
El triunfo de aquella memoria de los vencedores se manifiesta de manera precisa en un hecho: el relato oficial del franquismo sobre la historia reciente fue asumido por toda una generación –los que vivieron la transición política-, fenómeno que se explica por las continuidades técnicas que propició la forma de sucesión del Estado fascista al Estado constitucional y la hegemonía de los “reformistas” del franquismo, así como por la aceptación de los políticos de izquierda de la amnesia y la no exigencia de responsabilidades por los crímenes cometidos, algo que demandaban los que surgían del bando de la opresión. Ese relato, todavía dominante, se basa en la asociación de pares de ideas en la reconstrucción del pasado: república = caos, guerra = enfrentamiento fratricida, dictadura = orden autoritario, monarquía parlamentaria = progreso y prosperidad, omitiendo de esa manera datos básicos de la secuencia histórica: que existía una legalidad democrática, que se verificó una rebelión militar, que la dictadura fue un orden injusto e ilegal en el que se cometieron terribles crímenes contra la humanidad, que el jefe del Estado de la actual democracia fue designado por el tirano.
La renovación de la historiografía sobre la guerra y la represión, que fue fruto del trabajo paciente y ejemplar de grandes y pequeños historiadores, ha sido coetánea a la eclosión de la memoria, herida y reprimida, de los derrotados y de los represaliados. La historia contradice la narración asumida como lugar común. Y la memoria democrática, la de los vencidos y la de los luchadores por la libertad, cuestiona desde otra perspectiva ese relato: la transición a la democracia no discurrió por la mejor de las alternativas posibles, desde la óptica del derecho internacional supuso la impunidad de los crímenes de guerra y de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura.
España es el modelo de justicia transicional negada.«El caso español es único dentro de las transiciones a la democracia, por el hecho de que hubo una decisión deliberada y consensuada de evitar la justicia transicional”, dice el filósofo Jon Elster, un experto en la materia, que califica la ley de amnistía como un “punto final” y añade que “en los hechos esta decisión consensuada de ignorar el pasado no tuvo imitadores directos” . Esa es una faceta de la transición que no puede obviarse, publicitada -para consumo interno y glorificación de sus protagonistas- como un ejemplo a imitar, es en realidad un contramodelo forjado en la amnesia impuesta por unos y consentida por otros. Ejemplo sí, pero de impunidad de grandes criminales, de mentira, de silencio, de abandono y desprecio de las víctimas de la represión.
La sociedad desmemoriada que salió de la dictadura no supo siquiera decir a los torturadores, a los verdugos y a sus jefes políticos aquello del ¡qué vergüenza! Más grave aún, se mostró, todavía hoy se muestra, indiferente ante la desaparición de aquellos conciudadanos que entregaron su libertad y su seguridad, personal y familiar, por la igual libertad de todos, y por ello fueron torturados, castigados, encerrados y denigrados .
Si el olvido lleva consigo la perpetuación del sufrimiento de los vencidos y de los represaliados, relegados a la categoría de víctimas, en el mejor de los casos, la memoria, por el contrario, puede tener una misión reequilibradora y de compromiso con el progreso, como expresó con belleza el historiador Jacques Le Goff: “La memoria intenta preservar el pasado sólo para que le sea útil al presente y a los tiempos venideros. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de los hombres y no para su sometimiento” .
En esa medida puede resaltarse que la ley 52/2007 quiebra con la hipócrita equidistancia que trataba de igualar las memorias y las víctimas, al declarar junto al deber de reparar a las víctimas, el principio de evitación de “toda exaltación de la sublevación militar, de la guerra civil y de la represión de la dictadura” (exposición de motivos y artículos 15 y 16, todavía pendientes de realización). Porque la equidistancia de memorias es una falacia (tal como propone el lugar común todos perdieron la guerra), porque en realidad las respectivas memorias son asimétricas. Una legitima el golpe de estado y la tiranía, la otra se sustenta en el sufrimiento, no reconocido todavía, de quienes fueron represaliados por su resistencia a la dictadura. Como asimétricas fueron las violencias ejercidas por quienes se levantaron contra el orden legal y ejecutaron un programa de persecución sistemática del enemigo político y la violencia de respuesta o de defensa del orden republicano .
2.- Derecho a la memoria personal y familiar.
La exposición de motivos de la ley 52/2007 afirma que se reconoce un derecho individual a la memoria personal y familiar que forma parte del estatuto de la ciudadanía, cuya finalidad es la de reparar la injusticia que padecieron quienes fueron objeto de persecución política. Se vienen a recoger, de manera parcial e incompleta , las obligaciones que incumben al Estado según el derecho internacional de los derechos humanos.
Así, el acceso a la justicia o tutela judicial efectiva del art. 24 de la Constitución, básico en el entramado de los derechos humanos y enunciado en el art. 2.3 del Pacto Internacional de derechos civiles y políticos como derecho a un recurso efectivo; hasta ahora, sin embargo, denegado por nuestro sistema judicial, lo que testimonian, por un lado, la suerte seguida por la causa penal sobre los desaparecidos y para la apertura de las fosas comunes, pues se ha omitido el deber del Estado de investigar con diligencia las denuncias de violaciones masivas de derechos, y, por otro lado, los intentos fracasados de revisar las sentencias condenatorias injustas.
En segundo lugar, el derecho a saber. En su versión colectiva como derecho inalienable a conocer la verdad sobre los acontecimientos sucedidos en el pasado en relación con la perpetración de crímenes aberrantes y sobre las circunstancias y motivos que los rodearon, como afirma el principio segundo del Conjunto de Principios actualizado para la protección y la promoción de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad . Y desde la perspectiva de las víctimas, el derecho imprescriptible a conocer la verdad acerca de las circunstancias en que se ejecutaron las violaciones y, en caso de muerte o desaparición, sobre el destino de la víctima directa (principio cuarto). Ha de anotarse que según el derecho internacional no sólo es víctima la persona objeto de la desaparición forzada, también lo son sus familiares y toda persona física que haya sufrido un perjuicio directo como consecuencia de dicha acción (art.24 de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, Asamblea General de Naciones Unidas, 20 de diciembre de 2006, aprobada por unanimidad). Para este fin se prevé en la ley el acceso a las fuentes documentales del Estado. La política de archivos tiene un interés estratégico. Y se ha caracterizado por la destrucción -en la última fase de la dictadura desaparecieron, entre 1965 y 1985, los archivos de Falange, los expedientes de defunción de inscripciones fuera de plazo, las comunicaciones de sentencia de los Consejos de Guerra, las resoluciones de los Comités Provinciales de Incautaciones y de los Tribunales de Responsabilidades Políticas, los de la Cruz Roja, de muchos Gobiernos Civiles y de Prisiones provinciales-, por la desidia y el desprecio hacia la historia de los aparatos burocráticos y de muchos políticos con responsabilidades en la materia, por el olvido impuesto y por la voluntad de algunos de que no se conociera lo ocurrido.
Además, se atiende al derecho a una reparación adecuada y efectiva, que contiene según el derecho internacional múltiples contenidos. Desde la restitución, en la medida de lo posible, a la situación anterior al acto violento, a la indemnización del daño, de la rehabilitación de la persona, con acciones de carácter médico y psicológico, también de asistencia jurídica y social, a su satisfacción –para que cesen los efectos del crimen, se compruebe lo sucedido, se proceda a la búsqueda de los desaparecidos, se restablezca la dignidad, la reputación y los derechos de la víctima mediante una declaración oficial, con inclusión de una disculpa pública que reconozca los hechos y asuma responsabilidades, se proceda al castigo de los autores y al recuerdo de las víctimas- y a la garantía de no repetición. Medidas que recoge la resolución 60/147 aprobada, también por unanimidad, por la Asamblea General de Naciones Unidas, que desarrolló los llamados Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones.
En el capítulo de la reparación moral del daño se incluyen con valor simbólico la revisión de la condenas injustas y la protección de la dignidad de las víctimas, que requiere de la prohibición de símbolos de exaltación pública del crimen y de los verdugos, es decir de los espacios públicos –estatuas, monumentos y callejero de las ciudades- que todavía conmemoran la sublevación militar, la violencia exterminadora y la represión, así como los nombres de los autores y responsables de tales atrocidades .
En suma la ley 52/2007 significa, no obstante sus carencias, un mecanismo de ruptura con las lógicas del olvido impuesto que han dominado la esfera pública desde la transición y con los relatos asumidos por la sociedad. Así, se reivindican por primera vez como luchadores por la libertad y la legitimidad tanto a los voluntarios de las Brigadas Internacionales como a los combatientes guerrilleros, a los represaliados por la dictadura –con cita expresa en el art. 17 a los miembros de los Batallones disciplinarios de soldados trabajadores, a los prisioneros en los campos de concentración, a los Batallones de trabajadores y a los prisioneros de las Colonias penitenciarias militarizadas-, ahí representado está todo el universo concentracionario creado por la maquinaria criminal del primer franquismo. Y se reconoce a los militares demócratas, ese puñado de funcionarios dignos y ciudadanos ejemplares, siempre postergados, que son ejemplo, triste, de una democracia forjada a espaldas de los signos y símbolos de la resistencia. También se habla por primera vez de tribunales ilegítimos y de sentencias y actos injustos, de desaparecidos y de fosas comunes.
3.- La maquinaria de la represión y la justicia.
El nuevo orden que impusieron los rebeldes tras su triunfo exterminador, tardío y costoso en vidas humanas , se basó en el castigo universal de los vencidos, por ello ha sido calificado de sistema de terror institucionalizado, una suerte de Estado de terror que habría sucedido al Estado de guerra. Para ese fin se emplearon todo tipo de estrategias, desde juicios penales para la condena a muerte o encarcelamiento de los defensores de la legalidad republicana, a las ejecuciones extrajudiciales, la depuración profesional y la incautación de bienes.
El aparato institucional y de poder que construyó el franquismo ha sido definido como un estado de guerra permanente. La excepcionalidad fue la regla. La justicia militar era el verdadero núcleo de la potestad penal de la dictadura. Su misión fue la de enjuiciar y castigar la disidencia política, era la jurisdicción de confianza. La militarización del orden público fue uno de los rasgos constitutivos del franquismo, fenómeno que permaneció incluso tras la muerte del dictador. Como ejemplo dramático en los últimos años de la tiranía pueden citarse los casos de Salvador Puig Antich, que fue ejecutado el 2 de marzo de 1974, y de los cinco fusilados el 27 de septiembre de 1975 (Txiqui, Baena, García Sanz, Sánchez Bravo y Otaegui, miembros del Frap y de Eta). Pero también, más acá en el tiempo, los juicios contra los miembros de la Unión de Militares Demócratas, en marzo de 1976 el comandante Otero y ocho de sus compañeros fueron condenados por conspiración para la rebelión militar –un sarcasmo de la historia. Incluso después de las primeras elecciones fueron juzgados y condenados por ese delito los capitanes Domínguez, en diciembre de 1977, y Herreros, en enero de 1978 . Pero es más, datos que sorprenden por su difícil compatibilidad con el relato oficial de la transición, fueron condenados por la justicia militar por hechos realizados en ejercicio de las libertades ciento veinticuatro (124) civiles en 1977 y ciento cuarenta y ocho (148) en 1978. Entre ellos, el 6 de marzo de 1978, dos actores de la compañía Els Joglars fueron castigados por injurias al ejército a dos años de prisión en consejo de guerra sumarísimo .
Para ilustrar la declaración que hace la ley 52/2007 sobre la ilegitimidad de los tribunales de la represión y sobre la injusticia de las sentencias condenatorias es preciso levantar una breve mirada retrospectiva.
La realidad de la represión ejercida por los rebeldes desde el golpe de estado ha sido elaborada, sigue tejiéndose, con rigor y paciencia, por la nueva historiografía en las dos décadas últimas. De este modo, hoy sabemos con certeza que cien mil personas fueron asesinadas en el territorio que iba siendo conquistado y sometido por los golpistas durante la guerra (ya está bien de llamarles ejército nacional, denominación que forma parte de la narración de quienes justifican el crimen). Al menos, y a falta del progreso en la investigación histórica, cincuenta mil seres humanos fueron ejecutados desde abril de 1939, una vez finalizada la contienda, hasta diez años después, cifra que debe incrementarse con los miles de muertos provocados por las enfermedades, las deprivaciones y el maltrato durante el cautiverio en prisiones, campos de concentración y batallones de trabajo forzado .
El conde Ciano, yerno de Mussolini, visitó España en calidad de responsable de la política exterior de la Italia fascista en julio de 1939 y describió con exactitud en su diario la tragedia que se vivía meses después del fin de la contienda: «Muchos y muy graves son todavía los problemas que se le plantean al nueve régimen y en primer término figura el de liquidar la cuestión de los rojos. En las diversas cárceles de España hay ya doscientos mil. Los procesos se desarrollan casi diariamente, con una rapidez poco menos que sumaria. A los culpables de los crímenes se los pasa por las armas. A los organizadores rojos que prepararon y dirigieron la revolución se les condena a penas que oscilan entre diez y veinte años. A los soldados del Ejército republicano, reclutados obligatoriamente por su quinta y exentos de responsabilidad personal, se les pone en libertad y se les envía a su región de origen, donde viven sometidos al estrechísimo control de la Falange y de la policía (…). Sería inútil negar que todo esto hace que pese sobre España una sombría atmósfera de tragedia. Las ejecuciones son muy numerosas aún; sólo en la ciudad de Madrid, de doscientas a doscientas cincuenta diarias; ciento cincuenta en Barcelona; ochenta en Sevilla, que no cayó nunca en manos de los rojos» .
La estructura de la justicia del franquismo se sustentaba sobre jurisdicciones de excepción, con la centralidad de la justicia castrense, ciertamente extendida, teniendo el resto -en un primer momento la de responsabilidades políticas y la de represión contra la masonería y el comunismo, más tarde la de orden público- el carácter de círculos complementarios en la tarea de la represión. Como dijera el poeta Gil de Biedma en su Marcha Triunfal “Media España ocupaba España entera/ con la vulgaridad, con el desprecio/ total de que es capaz, frente al vencido/ un intratable pueblo de cabreros” (el poemario se llamaba Moralidades y data de 1966).
La ley Responsabilidades políticas fue dictada el 9 de febrero de 1939, cuando ya se adivinaba el fin de la guerra, y tenía efectos retroactivos desde octubre de 1934. Se afirmaba la responsabilidad de todas las personas físicas y jurídicas que “contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España” desde aquella fecha, que hacía mención a la revolución de Asturias. De este modo se venía a ampliar el sector de la población que los vencedores consideraban como su enemigo -el Decreto de la Junta de Defensa Nacional de septiembre de 1936 mencionaba a los partidos del Frente Popular y a los que se opusieron al golpe militar-, entre ellos los afiliados, simpatizantes y votantes de los partidos políticos que en 1934 funcionaban legalmente y se autorizaba su aplicación a personas que habían sido ya asesinadas o estaban desaparecidas. No en balde la represión selectiva, que llevaron a cabo el ejército sublevado y los grupos paramilitares de falangistas, segó la vida de la mayoría de las autoridades republicanas y de los dirigentes de los partidos del Frente popular .
Las sanciones previstas eran de distinta naturaleza, unas restrictivas de derechos –así, la inhabilitación y la depuración-, otras restrictivas de la libertad, el extrañamiento, y otras de carácter económico, mediante la pérdida de bienes y la imposición de multas. Las sanciones entrañaban la muerte civil del afectado, siendo el grupo más numeroso de los perseguidos profesionales liberales, como médicos, abogados e ingenieros. Fueron depurados todos los cuerpos de funcionarios, algunos con especial intensidad como el de los maestros. Así, se configuró esa jurisdicción de excepción, sucesora de una estructura creada en plena guerra, las Comisiones provinciales de Incautación de Bienes, con la misma finalidad expropiatoria del patrimonio del enemigo político. La investigación era desarrollada por Juzgados instructores de responsabilidades políticas, en principio uno por provincia, aunque fueron desbordados por la ingente tarea que acometieron. Los jueces eran designados por el Gobierno y el expediente se formaba a partir de los informes del Alcalde, que era a su vez el Jefe local del Movimiento –la organización fascista española fruto de la unificación de falangistas y tradicionalistas-, el cura párroco y el comandante de puesto de la Guardia Civil. He ahí, junto al juez militar, los pilares de la maquinaria represiva del primer franquismo.
Existían Tribunales regionales de Responsabilidades políticas y un Tribunal nacional, además de Jueces civiles especiales encargados de tramitar la pieza de responsabilidad civil y de realizar los bienes embargados. Se tramitaron más de trescientos mil expedientes, cifra que da cuenta de la feroz actuación represiva, si se advierte la estructura social y económica de España, un país pobre, esencialmente agrario, de gentes sin oficio. El Tribunal regional de Madrid, uno de los más activos, impuso sanciones económicas por importe de seiscientos setenta y siete millones de pesetas. La jurisdicción de excepción fue derogada en abril de 1945, pero los expedientes de ejecución patrimonial siguieron tramitándose por los tribunales ordinarios hasta el año 1966. Desde el primer decreto 108 de septiembre de 1936, el franquismo precisó de treinta años para liquidar las responsabilidades políticas de los vencidos mediante sanciones económicas . En ese periodo y gracias a la incautación de los bienes de los vencidos, se produjo en la España moderna la segunda gran transformación de la propiedad, después de la desamortización.
La tercera pieza del terror jurídicamente organizado fue la ley de Represión de la Masonería y el Comunismo, que representaban a los “demonios familiares” del dictador, de 1 de marzo de 1940, que vino a perseguir, de modo compatible con las condenas que pronunciaban los consejos de guerra y el tribunal de responsabilidades políticas, la pertenencia a las organizaciones de masones y comunistas (todo era comunismo y el art. 4 lo precisaba: se consideran comunistas los inductores, dirigentes y activos colaboradores de la tarea o propaganda soviética, troskistas, anarquistas o similares), la propaganda de sus ideas y de cualesquiera otras “disolventes contra la Religión, la Patria, y sus instituciones fundamentales y contra la armonía social”, no solo que hubieran sido cometidas en el pasado, también las acciones futuras. Por lo tanto, su objeto de atención iba a ser la disidencia política y la propaganda de las ideologías diversas del fascismo español. La ley de 15 de noviembre de 1943 creó un Juzgado militar especial en cada región militar. Por decreto de 24 de enero de1958 se designó un Juez militar especial único para todo el Estado, el Coronel Eymar, caballero mutilado –título que aparecía en el membrete del papel oficial que utilizaba- de infausta memoria.
El Tribunal de orden público, el Top, fue creado por ley en 1963, su origen se encontraba en la ley de orden público de 1959 y supuso un intento de “normalización” de la represión, una suerte de desmilitarización, mediante la asignación de las tareas a una jurisdicción “especial” que sustituyó al Tribunal de represión de la masonería y el comunismo . Aplicaba leyes ordinarias y tuvo su época de expansión de 1963 -después del fusilamiento del dirigente comunista Julián Grimau- a 1968. El asesinato del jefe de la Brigada político social de San Sebastián, el policía Melitón Manzanas, supuso el retorno a la jurisdicción militar como pieza clave de la represión política. A esa preponderancia contribuyó la doctrina claudicante del Tribunal Supremo –órgano del nuevo Estado fundado en plena guerra en Vitoria el 26 de noviembre de 1938. Así, en un auto de fecha 9 de diciembre de 1969, que resolvía una cuestión de competencia y puso fin a los conflictos, declaró la preferencia de la jurisdicción castrense que podrá inhibirse “cuando lo estime pertinente”. Cualquier disidencia era calificada de rebelión y sometida a esa sede. Incluso los asesinatos de manifestantes indefensos por la acción de la violencia policial eran declarados competencia de la jurisdicción militar, ejemplos son el auto del TS de 7 de octubre de 1972, en procedimiento de conflicto negativo, sobre la muerte de dos obreros de los astilleros de El Ferrol y la resolución de 12 de febrero de 1977, también del TS, sobre la causa por la muerte de cinco trabajadores y las lesiones infligidas por arma de fuego a otros cuarenta y cinco, todos ellos encerrados en la catedral de Vitoria .
Hay que resaltar que en todas esas jurisdicciones intervinieron jueces y fiscales de carrera. De hecho, entre 1942 y 1945, fue la jurisdicción ordinaria quien aplicó la legislación de responsabilidades políticas y profesionales procedentes de aquellos cuerpos estaban integrados en los tribunales de la masonería y el comunismo junto a letrados de falange y militares, incluso muchos de ellos formaban parte de los consejos de guerra en calidad de jueces, fiscales y ponentes. Como afirma la historiadora Lanero, el personal judicial se implicó directamente en la represión política, por lo tanto, nada de neutralidad, ni de independencia, los jueces eran parciales como exigía el poder vencedor al que servían .
El método que utilizaron los tribunales de la represión franquista fue el del consejo de guerra sumarísimo y el título jurídico de imputación el delito de rebelión militar. De esa manera, en aquel país asolado por la acción devastadora subsiguiente a un golpe de estado frustrado que habían cometido una buena parte de sus militares profesionales, los defensores de la legalidad se vieron condenados, muchos de ellos ejecutados, por el delito que sus verdugos habían cometido.
Los consejos de guerra eran una farsa jurídica. Resultaba imposible identificar en aquel lugar los rasgos de un tribunal de justicia, se trataba de auténticos piquetes de verdugos. No podemos reconocer en dichos procesos y en sus resoluciones actos de derecho, sino la mano de la venganza. Varias razones sostienen una conclusión evidente. Por un lado, los jueces, que en su gran mayoría no tenían formación jurídica, carecían de independencia, los miembros de dichos consejos dependían jerárquicamente del mando militar, que nombraba a todos los actores del proceso, al juez instructor, al fiscal, a los jueces-vocales y al abogado defensor, que era un militar de inferior graduación a la del tribunal. Es la lógica totalitaria de concentración y suma de todo el poder en una sola sede.
Además, en la mayoría de los casos los juzgadores carecían de competencia técnica. Como se sabe el comandante auditor que intervino como ponente en el consejo de guerra contra Julián Grimau, el único jurista del tribunal, no era licenciado en derecho, titulación que requería el Código de justicia militar (era al tiempo procurador en Cortes, había intervenido como fiscal o vocal ponente en unas cuatro mil causas, entre ellas en mil condenas a muerte) . Se trataba de una más entre las graves irregularidades que se cometieron en el contexto de la profunda indecencia de aquel proceso que concluyó con el fusilamiento de Grimau. Junto al falso auditor que actuó como ponente, se pueden mencionar como violaciones de los derechos humanos en el proceso, a partir del estudio que hizo del Águila, la falta absoluta de pruebas presentadas en el acto del juicio –la imputación se sustentaba en declaraciones policiales de testigos indirectos de los que solo constaba el nombre, nada sobre su relación con los hechos que habían ocurrido hacia mas de veinticuatro años, y en informes policiales, alguno de ellos apócrifo-, la introducción de hechos nuevos que no figuraban en el sumario, la cita en el texto de la sentencia de disposiciones legales expresamente derogadas y la clara prescripción de los hechos que se afirmaban ocurridos en Barcelona a principios del año 1938.
Todo ello no fue óbice para que la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo (una excepción orgánica que evidencia las continuidades técnicas del pasado) negara la revisión del caso en su sentencia 626/1990, de 30 de enero, con base en el concepto inadmisible de una supuesta “normalidad jurídica”. La resolución, de la que fue ponente el magistrado Baltasar Rodríguez Santos, contenía pasajes cuya lectura provoca dolor y estupor: “la potestad, dimanante de la jurisdicción e ínsita en la función del Juez, no está en él, no pertenece a su persona, sino que le es entregada por el Estado, que a su vez la recibe del pueblo soberano en quien reside (con o sin Constitución), quien funciona como Juez actúa con plena potestad mientras no sea suspendido o separado del servicio, siendo sus actos plenamente válidos aunque su nombramiento adolezca de la falta de algún requisito. No cabe, por ende, la nulidad de la sentencia firme dictada por un Juez provisto de «investidura plausible» (siguiendo a la doctrina científica española y extranjera), entendiendo por tal no sólo la sentencia firme sino también la ejecutada, conforme a la reciente doctrina del Tribunal Constitucional…No puede garantizarse de otra manera la seguridad jurídica que la sociedad requiere (en su doble campo administrativo y jurisdiccional). La necesidad es antes que la Ley. La necesidad de mantener una normalidad jurídica obliga a sostener tal conclusión. Como dicen los administrativistas, la causa pública sufriría gravemente en caso contrario, por cuanto que la esencia del servicio público es la continuidad, y ésta, a su vez, el principio cardinal de todo el Derecho Administrativo (fundamento de la teoría francesa de la «investidura tácita»). Piénsese en el caos que originaría la hipótesis de entender nulo, radicalmente nulo, el aprobado del Profesor de Enseñanza Media con respecto a todos los alumnos que durante años pasaron por sus aulas y accedieron a la Universidad, alcanzando a ser Notarios, Catedráticos, Jueces, Funcionarios de la Administración en general. Ya en el Derecho Romano se concedió validez a los actos jurídicos realizados por el esclavo fugitivo que alcanzó la categoría de Pretor… el fallo se dicta en un juicio sumarísimo por un Tribunal colegiado compuesto de cinco personas, y al no haberse emitido votos particulares supuso que todos los Vocales y el Presidente se mostraron de acuerdo con dicho fallo, sin que, por lo tanto, pueda entenderse en modo alguno que la resolución hubiera quedado al simple arbitrio de una sola persona (en concreto: del Comandante que actúa como Auditor); por otro, y conforme al viejo Código de Justicia Militar (arts. 50, 52, 9, 10, 11 y 798 ), la función de tramitar el proceso correspondía al Consejo de Guerra, pero la potestad radicaba de pleno derecho en el Capitán General Militar de la Región, por cuanto que finalizado el juicio, aquél proponía a éste la sentencia, y era dicha Autoridad militar judicial, quien, definitivamente, la aprobaba. Y en el caso de autos, la Autoridad militar judicial, legítima a todos los efectos, la aprobó «por considerarla ajustada a la ley», quedando firme” (las cursivas son nuestras). La resolución llevaba el voto discrepante de su presidente, José Jiménez Villarejo, que consideró que la condena fue un “acto estremecedor para la conciencia jurídica” y un “acto despojado de todo respaldo jurídico”.
Los consejos de guerra sumarísimos vinieron a materializar aquella justicia de sangre que demandaba el general Queipo de Llano. Felipe Acedo Colunga, jurídico militar que fue designado fiscal en noviembre de 1936 -llegó a general y fue gobernador civil de Barcelona entre 1951 y 1960-, lo expresaba en la Memoria del Fiscal del Ejército de Ocupación del año 1938: “En este intensísimo trabajo reconstructivo, la cimentación es de naturaleza penal. Hay que desinfectar previamente el solar español. Y he aquí la obra –pesadumbre y gloria- encomendada por azares del destino, a la justicia militar” . Y precisaba con desgarro solanesco que “con esta inmensa hoguera … se está eliminando tanta escoria”.
Tampoco en los tribunales de la represión se puede reconocer la nota de imparcialidad propia del juez, un tercero entre partes enfrentadas, según la mejor tradición liberal del proceso. No. Los miembros de los tribunales de excepción, hasta el fin de la dictadura, eran parciales, en los consejos de guerra y en otros tribunales, como hemos visto, eran militares sublevados, no eran terceros, sino fieles servidores del nuevo y criminal orden, que aplicaban sin piedad las sanciones más severas.
Eran órganos ilegítimos, como dice la ley de reparación, porque no estaban sometidos a la ley (en el sentido de norma aprobada según el procedimiento preestablecido, que expresa la voluntad general y respeta y reconoce los derechos humanos básicos), ni siquiera había ley en sentido formal. El golpe de estado supuso la ruptura con la legalidad democrática y los autodenominados tribunales militares aplicaban el Bando de la Junta Nacional de Defensa de 28 de julio de 1936, un acto ilegal e ilegítimo. Después, operaron siempre con leyes de excepción, que expresaban el llamado derecho penal de autor, en el que no se persiguen hechos o conductas sino una forma de ser y de pensar, la del identificado por el poder como enemigo político.
En este orden de cosas, la práctica procesal de esos tribunales despreciaba sistemáticamente los derechos y las garantías de la libertad. El procedimiento sumarísimo, técnica procesal característica de la justicia militar, tenía una tramitación abreviada a la búsqueda de castigos expeditivos, ejemplares e inmediatos. Las resoluciones ganaban firmeza sin posibilidad de recurso, los plazos eran fugaces, las sentencias condenatorias no permitían su impugnación, bastaba para su ejecutoriedad, incluso en caso de pena de muerte, la aprobación de la autoridad militar. No había contradicción sino un poder omnímodo, no había posibilidades de defensa –en muchos casos los defensores, militares de baja graduación designados por la misma autoridad militar, solicitaban iguales penas que el Fiscal, o en su grado inferior, o se limitaban a implorar la clemencia del consejo-, la instrucción se desarrollaba de modo secreto y a espaldas de los imputados, se daba traslado de la causa a la defensa por veinticuatro horas, improrrogables, para que preparara el juicio que se celebraba de manera inmediata y se denegaban sistemáticamente las pruebas de descargo propuestas. Los juicios eran colectivos en el primer franquismo, se escenificaban en una misma vista para un grupo de seres humanos, condenados de antemano, cuya vinculación era su condición de enemigos políticos, un juicio expeditivo y breve, sin posibilidad de recurso. Pueden consultarse, en los últimos años de la dictadura y en la transición, como ejemplos próximos, los procesos contra Salvador Puig Antich o contra los miembros de la Umd. La persecución contra Grimau bajo la apariencia de acto jurídico es ejemplar, en sentido negativo (la sentencia citada de la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo que negó la revisión del caso, de fecha 30.1.1990, lo calificaba de acto de jurisdicción legítimo a todos los efectos porque la sentencia fue aprobada por el Capitán General, en quién radicaba –¡qué indeferencia frente al mal!- la potestad de juzgar). La vista se celebró la mañana del 18 de abril de 1963; la sentencia que le condenaba a pena de muerte se dictó el mismo día; en dos horas la defensa debió presentar el recurso de apelación, que se resolvió, previo informe del auditor, el mismo 18 de abril mediante la fórmula de conforme del Capitán General; al día siguiente el Gobierno –del que formaba parte el hoy senador Fraga Iribarne- se daba por enterado y Grimau fue ejecutado a primeras horas del 20 de abril en el campo de tiro de Carabanchel.
No es posible identificar en esas prácticas ningún atisbo de proceso, suponían la negación del juicio con las debidas garantías, según se definía con precisión en el derecho internacional. Para valorar esos órganos estatales, sus métodos y sus resoluciones no es necesario acudir a categorías, siempre relativas, morales o de derecho injusto, basta con remitir al orden jurídico global contenido en las declaraciones de derechos.
Funcionaba, de tal modo, una suerte de presunción de inocencia invertida: el acusado era tratado como culpable. Un modelo macabro de esas prácticas se describía en el informe que el Fiscal de la Audiencia Provincial de Cádiz, que se había adherido al golpe militar e intervenido en consejos de guerra sumarísimos, Felipe Rodríguez Franco, remitió al General Varela. Le trasladaba su preocupación porque el auditor militar Francisco Bohórquez Vecina, muy próximo al General Queipo, había instruido a los que iban a formar los consejos “de que todos los apoderados e interventores del Frente Popular en las llamadas elecciones de 1936 tenían que ser procesados determinándose en el acto del juicio oral, por la impresión que en el Tribunal produjese la cara de los procesados, quiénes debía ser condenados y quienes absueltos; todos los milicianos rojos también, por regla general, debían ser procesados y fusilados” . La impresión que produjera el semblante de los acusados, he ahí todo un programa de convicción judicial. Para la perpetuación en el tiempo como actos del derecho de esa barbarie no se debe invocar a la seguridad jurídica.
Tampoco había garantías de la libertad, el habeas corpus era desconocido, ni siquiera se respetaban los plazos de detención que establecía el Fuero de los españoles (setenta y dos horas, según su artículo 18). El Coronel Eymar tenía –nunca mejor dicho- a su disposición durante semanas a las personas detenidas en comisarías de policía .
No es necesario recordar, en esta síntesis de los rasgos de la represión ejecutada por órganos con apariencia de tribunales, que los hechos objeto de la persecución estaban amparados por los derechos humanos que reconocían, siguiendo el derecho internacional, las naciones civilizadas.
Para la criminalización de la disidencia política se utilizaba el tipo de la rebelión militar, que fue aplicado de manera masiva en opinión de Ballbé. Ese delito, desde un primer momento -así el Bando de 28 de julio de 1936- atendía a acciones relacionadas con la propagación de noticias falsas, la celebración de reuniones, conferencias o manifestaciones públicas, la asistencia a ellas y la obstaculización del abastecimiento, además de las conductas próximas como el auxilio, la adhesión o la excitación a la rebelión.
Los militares rebeldes mataban a sus enemigos imputándoles el delito que ellos habían cometido con argumentaciones peregrinas: “al asumir el Ejército el poder por medio legítimo y justificado de la declaración del estado de guerra que anula toda autoridad civil es indudable que quedó constituido el único gobierno que puede en estos momentos dirigir los destinos de la Patria y defender su propia existencia, contra el cual a todas luces procedían con su conducta los facciosos…” (de la sentencia de 29 de agosto de 1936 dictada en Consejo de guerra contra sesenta y ocho de los integrantes de la Columna minera, voluntarios reclutados en Nerva, Riotinto y Valverde, enviada por la República para sofocar el golpe en Sevilla, que fueron fusilados la mañana del 31 de agosto ). El gran jurista Jiménez de Asúa, tan olvidado entre nosotros, calificó a esa justificación ideológica de “sentencia invertida”.
La centralidad de la jurisdicción castrense y del derecho militar en el fascismo español permitió someter a sus tribunales las conductas relacionadas con la oposición democrática. Así, la ley de 2.3.1943 equiparaba a la rebelión militar conductas de ejercicio de las libertades, tales como la huelga y otras expresiones del conflicto laboral, que el régimen franquista negaba, las manifestaciones y reuniones de cualquier tipo. El Código de justicia militar de 1945 extendió la competencia a los delitos de injurias u ofensas, claras o encubiertas, a los Ejércitos, instituciones, armas, clases y cuerpos de los mismo, entre ellos a los agentes de policía –que se denominaba, precisamente, armada- y de la guardia civil (cierta proximidad se puede detectar entre aquel tipo y su homólogo en el “código de la democracia”). De este modo, los militares juzgaban todo acto de contestación a la dictadura, porque en el conflicto previo habían intervenido agentes de policía que denunciaban sistemáticamente por injurias a las personas que detenían.
El Decreto de la Presidencia de 21.9.1960 sobre rebelión militar, bandidaje y terrorismo reelabora viejas leyes para considerar rebelión todo acto de resistencia social y política, que estaba amparado en el ejercicio de los derechos humanos básicos. Será restablecido por Decreto-ley de agosto de 1968 y perpetuará hasta el final de la dictadura el derecho militar y sus jurisdicciones como modo de abordar el disenso. Como se ha dicho antes, la justicia castrense conocía de los asesinatos de ciudadanos indefensos por la violencia policial cuando protestaban contra la dictadura, el criterio de conexión (macabro) era que la víctima había cometido delito de rebelión, de bandidaje o de terrorismo. Todavía el 12 de febrero de 1977 un auto del Tribunal Supremo, que hemos citado antes, declaró la competencia del juzgado de instrucción togado en el caso de los cinco obreros muertos por la acción de armas de fuego en el desalojo policial de un encierro en la catedral de Vitoria.
Los tribunales de la represión imponían penas de muerte –de manera masiva en el primer franquismo- y de reclusión por largos periodos de tiempo. La tortura era una práctica sistemática que se ponía en marcha en los espacios de detención policial como mecanismo de destrucción de la persona y de sus vínculos políticos, la literatura memorialista escrita por los resistentes da buena cuenta de los medios, los fines y la consecuencia de la tortura .
Estos son todos rasgos de un régimen que se autodenominó “nacionalsindicalista”, que reunía todos los caracteres de un Estado fascista, que se impuso y se sostuvo por la práctica sistemática del terror y, entre otras múltiples fuentes de represión, por la actuación de los tribunales de la represión, cuyas sentencias por elementales imperativos de justicia deben ser expulsadas del ordenamiento jurídico.
4.- Revisión y anulación de las sentencias injustas.
La ley 52/2007 declara en su art. 2.1 el carácter radicalmente injusto de todas las condenas y sanciones pronunciadas por razones políticas, ideológicas o religiosas durante la guerra y la dictadura. Razones que incluyen, según el apartado tercero, la pertenencia, colaboración o relación con partidos políticos, sindicatos, organizaciones religiosas o militares, minorías étnicas, sociedades secretas, logias masónicas y grupos de resistencia, así como la realización de conductas significadas por opciones culturales, lingüísticas o de orientación sexual.
La ilegitimidad de los tribunales de la represión franquista se recoge en el artículo tercero. En el apartado segundo se califican como órganos ilegítimos –por ser contrarios, se dice, a derecho y vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo- al Tribunal de represión de la masonería y el comunismo, al Tribunal de orden público, al Tribunal de responsabilidades políticas y a los Consejos de guerra. No queda ahí. El texto de la ley subraya que esa injusticia de “todas” las condenas dictadas por razones políticas, ideológicas o de creencia, por “cualesquiera” tribunales u órganos penales, es decir incluidos los de la jurisdicción ordinaria, contra quienes defendieron la legalidad republicana, pretendieron el restablecimiento de un sistema democrático o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades, conlleva su ilegitimidad, por vicios de forma y de fondo.
La ley viene a calificar de injustas e ilegítimas todas la sentencias dictadas por cualquier tribunal durante la guerra y la dictadura por razones políticas, ideológicas o de creencias, con independencia de los actos o conductas enjuiciadas, en la medida que estaban amparados por el derecho internacional de los derechos humanos, derecho que conculcaba la práctica de los poderes públicos constituidos por la violencia.
Además, para cerrar el marco, la disposición derogatoria viene a privar de vigencia a las normas dictadas por la dictadura contrarias a los derechos humanos con la finalidad, dice el preámbulo de la ley, de proclamar su formal expulsión del ordenamiento y de impedir su invocación por cualquier autoridad. Son las normas que crearon los tribunales de excepción y los tipos penales que aplicaban. Así, han sido derogados el Bando de guerra de 28 de julio de 1936, título jurídico por el que fueron asesinadas tantas gentes, la ley de seguridad del estado de 1940 y la de 1941, la ley de 1943 que modificaba el delito de rebelión militar, el decreto ley de 1947 sobre rebelión militar, bandidaje y terrorismo, las leyes sobre represión de la masonería y el comunismo de 1940, la de responsabilidades políticas de 1942, la de orden público de 1959 y la que creó el indigno Tribunal de orden público.
Ciertamente las cosas han cambiado. Las leyes de la represión han sido derogadas, los tribunales declarados ilegítimos y las sentencias tachadas de radicalmente injustas. El panorama obliga a anular dichas sentencias, como acto de reparación de las víctimas en observancia de la ley y del derecho internacional. Así lo proclama el artículo primero de la ley como medio para la reparación moral de quienes padecieron persecución o violencia.
Con ese fin la norma explicita varios mecanismos de reparación. En primer lugar, la declaración general de ilegitimidad e injusticia de los actos de la represión bajo cobertura jurídica que expresa el texto de la norma. En segundo lugar, la declaración administrativa de reparación y reconocimiento personal, que ya ha sido objeto de desarrollo (art. 4 de la ley y Real decreto 1791/2008, de 3 de noviembre que establece el procedimiento). Esa declaración que emitirá la Administración, a instancias de los legitimados para ello, es compatible con cualesquiera otras acciones a que hubiere lugar ante los tribunales de justicia.
Junto a esas actuaciones resulta un imperativo de justicia, y de adecentamiento de nuestra esfera pública y del ordenamiento jurídico, expulsar las sentencias de la represión –y demás sanciones- como actos que han sido despojados de amparo legal y que son radicalmente injustos e ilegítimos, porque así lo ha querido la ley de manera expresa. “Se subraya, así, de forma inequívoca –se lee en la exposición de motivos-, la carencia actual de vigencia jurídica de aquellas disposiciones y resoluciones contrarias a los derechos humanos”. ¿Qué otra cosa quiere decir que la sentencias carecen de vigencia jurídica?
La revisión de las sentencias condenatorias corresponde en concreto al Tribunal Supremo, su Sala segunda respecto a las dictadas por el Tribunal de orden público y por los Tribunales de represión de la masonería y el comunismo y de responsabilidades políticas y su Sala quinta para las dictadas en los Consejos de guerra (954.4 LECrim y 328.6 LPM). Para ello, la ley pide la concurrencia de un hecho nuevo que evidencie la inocencia del acusado. Podemos anotar varios hechos nuevos. En primer lugar, la declaración por ley de la ilegitimidad de origen de los tribunales de excepción –surgidos de un golpe de estado- y de su ilegitimidad de ejercicio –por la violación sistemática de los derechos humanos a la libertad, a la vida y a la integridad física y a no ser sometidos a penas o tratos inhumanos, degradantes y crueles, así como los derechos relacionados con el proceso debido (independencia, imparcialidad, juez natural, garantías de la libertad, presunción de inocencia, defensa y contradicción)-, lo que conlleva, según se afirma, la carencia actual de vigencia jurídica de las sentencias injustas de los tribunales mencionados expresamente y de cualquiera otro en que se hubiera perseguido a una persona por sus creencias políticas, ideológicas o religiosas. Otro hecho nuevo sería la expulsión del ordenamiento jurídico, como consecuencia de su derogación expresa por ser contrarios a los derechos humanos y a la Constitución, de toda la normativa jurídica que soportaba a dichos tribunales, sus procedimientos y los tipos sancionadores.
Además, como defiende Escudero Alday, ha de considerarse como (otro) hecho nuevo la declaración de reconocimiento y reparación personal, porque sus consecuencias son la admisión por el Estado, en un acto concreto, de la injusticia de la condena . No obstante, puede sostenerse que la declaración administrativa no es un trámite obligado para acceder a la nulidad de las sentencias, que se puede lograr la revisión de manera directa impetrando la tutela judicial con base en la inconstitucionalidad de las leyes y disposiciones de cobertura, en la ilegitimidad de los tribunales y en la injusticia de sus resoluciones.
Se ha invocado a la seguridad jurídica en el debate acerca de la nulidad de las sentencias injustas de la represión. La seguridad es una garantía de la libertad relacionada en el art. 9.3 de la Constitución, que soporta la predictibilidad de la norma y hace posible que las personas conozcan el alcance de sus actos desde parámetros del derecho, para distinguir lo permitido de lo prohibido. Ha de conciliarse con otros bienes constitucionales, entre otros, de manera prioritaria, el de justicia, valor superior del ordenamiento según el art. 1 Ce. En materia de intangibilidad de sentencias, el derecho a la tutela judicial efectiva en conexión con el principio de seguridad aseguran a los que han sido partes en un proceso que las resoluciones judiciales firmes no serán modificadas o alteradas al margen de los cauces previstos (STC 231/1991).
Por lo tanto, en el caso de la revisión y anulación de las sentencias injustas del franquismo no hay conflicto en el que intervenga la seguridad jurídica; en la hipótesis del conflicto lo habría resuelto definitivamente la ley mediante la proclamación de la radical ilegitimidad de los tribunales y de la injusticia de sus resoluciones, por su contradicción –no se olvide- con el derecho internacional, con la legalidad en la esfera mundial en el momento de su vigencia, que ahora se viene a reconocer. No obstante, la perpetuación de la sentencias de la represión como actos jurídicos carece de cobertura legal, además de tratarse de un interés contra el orden público (interés de carácter ideológico y político, de quienes tratan de hacernos creer que la ruptura con el indecente des-orden de la dictadura genera problemas técnicos y de legitimidades), por la propia naturaleza de lo que fue el objeto del proceso nadie puede ostentar o representar dicho interés. No hay parte alguna que pretenda la inalterabilidad de las sentencias de la represión. En aquellos procesos se enfrentaba un Estado ilegal a ciudadanos y personas a quienes se impedía el ejercicio de derechos humanos básicos, que fueron condenados en condiciones intolerables. No hay conflicto ni interés que defender, si lo hubiera es antijurídico. No deben confundirse problemas de seguridad jurídica, que no vienen al caso, con los relacionados con la sucesión de un Estado policía a un Estado de derecho y las obligaciones, según el derecho internacional, de asumir el daño infligido y reparar las consecuencias de los actos ilegítimos realizados por los aparatos represivos de tal Estado. El Ministerio Fiscal tiene una misión especial en la revisión de las sentencias injustas, que enuncian las leyes procesales y que sería deseable que asumiera (art. 956 Lecrim y 330 Lpm) porque hasta ahora ha defendido la intangibilidad de aquellas.
La revisión es un requerimiento que viene de la mano de la ley de reparación. El propio medio de impugnación autónomo de la revisión soporta en nuestro proceso la exigencia de justicia, vinculada a la dignidad de la persona y a la presunción de inocencia (STC 123/2004, en el caso de la revisión de la sentencia condenatoria contra Francisco Granado y Joaquín Delgado, ejecutados el 17.8.1963). Tanto su declaración genérica de ilegitimidad e injusticia como el reconocimiento administrativo personal, en su caso y tras el procedimiento instado por la parte, han de estimarse como hechos nuevos y motivar de manera directa la anulación de las sentencias injustas. Tendría, así, un efecto anulatorio idéntico al que provoca la decisión del Tribunal Constitucional en el mismo ámbito penal o sancionador administrativo, según establece el art. 40 de su ley orgánica: “las sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad de leyes, disposiciones o actos con fuerza de ley no permitirán revisar procesos fenecidos mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada en los que se haya hecho aplicación de las leyes, disposiciones o actos inconstitucionales, salvo en el caso de los procesos penales o contencioso-administrativos referentes a un procedimiento sancionador en que, como consecuencia de la nulidad de la norma aplicada, resulte una reducción de la pena o de la sanción o una exclusión, exención o limitación de la responsabilidad”.
Pueden citarse, además, varios antecedentes que sustentan esa afirmación, aunque la claridad de la ley debería ser suficiente para disolver cualquier duda. La STC 245/1991 estimó el recurso de amparo al considerar que el Tribunal Supremo había vulnerado, en el trámite previo del recurso de revisión, el derecho a la tutela efectiva al no otorgar consecuencia alguna a la declaración de violación del art. 6.1 del Convenio europeo de derechos humanos que había hecho el Tribunal de Estrasburgo, y consideró que aquella sentencia del sistema europeo de protección de los derechos humanos era un hecho nuevo. El Auto del TC 260/2000 afirmaba, en los mismos términos, que el dictamen del Comité Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre vulneración del PIDCP “puede ser tenido por un hecho nuevo a los efectos del art. 954.4 Lecrim”. Incluso el propio Tribunal Supremo, bien es cierto que como argumento para avalar la denegación de la autorización para interponer un recurso de revisión, dijo que “la seguridad jurídica, valor que constituye la institución de la cosa juzgada, solo puede quedar menoscabada en estos casos cuando hay una norma con categoría de ley que lo autorice” (acuerdo del Pleno no jurisdiccional de la Sala 2ª de fecha 30.4.1991 y ATS Sala de lo Militar, de fecha 5.7.2007, caso Puig Antich). Pues bien, ese es el caso, la ley obliga a ello.
Datos anteriores a la aprobación de la ley 52/2007, recopilados en un estudio de Amnistía Internacional, señalan que, entre el año dos mil y marzo de dos mil seis, 46 Autos de la Sala quinta del Tribunal Supremo denegaron la autorización para interponer recurso de revisión contra condenas en Consejos de guerra de la represión franquista .
Las decisiones y los argumentos que utilizan las resoluciones de esa Sala son preocupantes. El auto, de fecha 5.7.2007, del que fue ponente el magistrado Corrales Elizondo, no autorizó a interponer el recurso de revisión a las hermanas de Salvador Puig Antich –ejecutado a garrote vil en marzo de 1974, las imágenes de la película de Manuel Huerga que reconstruían aquella feroz diligencia son estremecedoras. La resolución llevaba dos votos particulares, de los magistrados Juanes Peces y Calvo Cabello, que entendían que se debió autorizar la interposición del recurso de revisión, cuya lectura impresiona al lector porque levantan acta de todas las irregularidades cometidas en el juicio que antecedió a la condena a muerte –una precisa descripción de esa especie de ignominia judicial que se resiste a pasar- y cuestionan radicalmente la justicia de la decisión. La finalidad de la denegación sistemática de las pruebas propuestas por la defensa, según afirma el texto de la discrepancia de Calvo Cabello, era encubrir lo ocurrido. Para ello, el tribunal militar impidió conocer cuántos impactos de bala había recibido el cuerpo del subinspector de policía muerto, cuántas armas se habían empleado en el enfrentamiento, así como la trayectoria de los disparos y la posición de los tiradores –los casquillos no fueron entregados en el Juzgado, la prueba pericial de balística fue desestimada con el peregrino argumento de que los miembros del Consejo eran “profesionales de las armas”. La autopsia se había practicado en la comisaría de policía donde estaba destinado el agente muerto, el informe forense llevaba frases interlineadas escritas con máquina distinta y correcciones a mano que alteraban el parecer del experto, respecto a ellas la Sala denegó practicar una pericia. Después de la prueba practicada en el proceso de revisión se ha podido saber que el cuerpo había recibido, al menos, cinco disparos –no sólo los tres que describía la diligencia de autopsia- que habían sido efectuados por dos pistolas, al menos. “Todas las irregularidades que he descrito parecen tener una misma finalidad, decía el magistrado Calvo Cabello, atribuirle (al condenado) los disparos que causaron la muerte del subinspector e impedir que se descubriera que este recibió disparos de otra u otras armas” (el escenario del enfrentamiento fue el portal de un inmueble y solo intervinieron el condenado y policías).
La situación ha cambiado de manera radical desde la aprobación de la ley de reparación de las víctimas de la violencia de la dictadura. La nulidad de las sentencias de la represión es un episodio de la lucha por el derecho que los propios tribunales han de asumir para marcar las diferencias con un Estado ilegal que negaba los derechos y mataba impunemente a sus enemigos políticos. Bien es cierto que hubiera sido más eficaz que la ley hubiera declarado de modo directo la nulidad de dichas sentencias, siguiendo el modelo de la ley alemana de 25 de agosto de 1998 de eliminación de las sentencias nacionalsocialistas injustas, que con una sencilla fórmula establece: “se suprimen las condenas penales dictadas contra las más elementales principios de justicia desde el 30 de junio de 1933 que tuvieran por objeto la institucionalización y conservación del régimen de injusticia nacionalsocialista por motivos políticos, militares, racistas, religiosos o de cosmovisión” . Esperemos que no sea necesaria esa intervención y que la tarea de higiene pública sea atendida con diligencia, ahora es posible y necesario, por la Fiscalía y el Tribunal Supremo.
Fuente: Foro por la Memoria