EUGENIO SUÁREZ 14/03/2010
En el penoso panorama se produjeron importantes fenómenos sociológicos y cambios de costumbres impuestos por la fuerza de las nuevas corrientes que movían al mundo, salido de la Segunda Guerra Mundial. La convulsión que supuso para nosotros, aislados por decisión de los vencedores, gestaba una profunda revolución. Con ánimo de reseñar lo menos trillado por los historiadores que se han cebado con nuestras desventuras, quiero recordar el cambio que se estaba produciendo en la mujer, algo que ha merecido poco cuidado al tratar de los años 40 y 50.
El acceso de las mujeres a la enseñanza media y superior se robusteció durante la República
No viví la zona republicana y mis recuerdos, a los 16 y 17 eran los pasacalles por el paseo de Recoletos y del Prado -vecinos a nuestro domicilio familiar- de bandadas de jóvenes de ambos sexos, muchas de las mujeres con monos de trabajo, que evidentemente les venían grandes, cantando en desordenadas filas de ocho o diez en fondo. Eras los «chíbiris» y las letras de sus cánticos no las habían escrito Alberti ni Miguel Hernández.
En la otra zona se había producido una silenciosa transformación, la de la Sección Femenina de Falange y Auxilio Social, que decidieron cambiar el signo de sus coterráneas. Las capitaneaban unas mujeres que, dígase lo que se quiera, entregaban tiempo y trabajo a elevar el nivel de las muchachas. Hicieron obligatorio el Servicio Social y ello trajo la alfabetización de la mayoría de las campesinas y chicas de clase modesta, que aprendieron, además, a coser, a ordeñar vacas, escribir a máquina, nociones de enfermería y no sé cuántas cosas más, pues yo me limité a exploraciones singulares y a lo que comentaban mis hermanas. Acorde con la estructura dictatorial del régimen, esa afiliación o servicio era ineludible e indispensable, por ejemplo, para obtener el pasaporte, equiparándolo al servicio militar masculino. El hecho de que la mujer casada precisase de la autorización del esposo para determinadas actividades creo que procedía del antiguo Código Civil.
Se le ha dado poca importancia, pero la tuvo. Las dirigentes solían ser solteronas, posiblemente con deseos irrefrenables de mandar, que salpicaron España de campamentos, crearon los Coros y Danzas, salvación cierta de mucho folclor casi extinguido. Los mandos, como se estilaba designar, colocaron en las Cortes algunas procuradoras, apelación arcaica de los modernos diputados y, en ciertos sectores, alcanzaron una influencia, discreta pero eficaz.
Era posible soslayarlo y para las personas privilegiadas se arbitró la prestación de tareas puntuales que sustituían al mandato imperativo. Una organización que supongo plagiada de las alemanas nazis o las fascistas italianas. Conocí pocas de esas muchachas, pero me dieron siempre la impresión de que lo pasaban bien en los campamentos, centros o castillos donde hacían vida en común, parece que, a veces, con cierto relajamiento. Sin duda supuso una liberación para muchas y la oportunidad de conocer gentes y pueblos distintos del lugar de origen, sin la necesidad esclavista del servicio doméstico. Era otra de las particularidades que procedía del imparable deseo de manumisión femenina, cuyo futuro, en un país rural, achicaba los horizontes de la gente joven. Aquellas adolescentes de los pueblos deberían pasarlo muy mal en el terruño a juzgar por su permanente jovialidad. En ese Madrid que los cronistas describen como una ciudad lóbrega, a falta de transistores de radio se escuchaba, por las mañanas, el trinar alegre de las domésticas en los patios de luces. Todas entonaban las maravillosas canciones de León y Quiroga, desde Ojos verdes a La Parrala y no había quien dejara de saberse de memoria el romance lorquiano de La casada infiel.
El acceso de las mujeres a la enseñanza media y superior, se había robustecido durante la República y si eran pocas las universitarias se debía a ser también escaso el número de hombres que tenían acceso a la titulación superior. Terminé mi bachillerato en el Instituto Velázquez, donde no pasaban de 25 los alumnos por clase y en mi curso recuerdo, entre las condiscípulas a Pilar Gaos, miembro de una dilatada familia de superdotados. Claro que eran contadas, y no había ni bomberos ni paracaidistas del género femenino, pero avanzaba inexorable la emancipación de las mujeres y su acceso al trabajo no era sólo una «sublime decisión» como reflejó Miguel Mihura.
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Ellas hacen memoria
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María de Maeztu dando clase en la Residencia de Señoritas- ARCHIVO INSTITUTO INTERNACIONAL, LEGADO EULALIA LAPRESTA
Maestras que cambiaron la escuela
Fueron las pioneras en el camino de las mujeres españolas hacia la igualdad
A finales del siglo XIX, las niñas que iban a la escuela compartían una amiga invisible: Flora. Flora. La educación de una niña, se publicó por primera vez en 1881. Su autora, la maestra navarra Pilar Pascual de Sanjuán (1827-1899), tomaba a Flora de la mano desde las primeras letras y la instruía hasta dejarla casada. Pionera como maestra, el discurso de Pascual de Sanjuán sobre la mujer seguía el modelo convencional. Algunas niñas, sin embargo, no sólo se miraban en el espejo de Flora; observaban a hurtadillas otro modelo: el de sus maestras.
Las maestras «son el primer grupo con una identidad femenina diferente. Eran autónomas, viajaban a otros pueblos, en el siglo XIX muchas todavía acompañadas, y escribían en revistas profesionales», afirma Consuelo Flecha, catedrática de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad de Sevilla. Algunas solían casarse con otro maestro, pero otras permanecían solteras. Y se les permitía, a pesar de que la soltería de la mujer era denostada. De maestras, pioneras e investigadoras han tratado las jornadas sobre Las intelectuales de la edad de plata. El camino de la mujer hacia la igualdad civil, celebradas en la Residencia de Estudiantes. Además de recordar a las más insignes (María Zambrano, María de Maeztu, Clara Campoamor, Margarita Nelken, María Goyri, Carmen de Burgos o Rosa Chacel), los ponentes han recogido la aportación de muchas otras a la ciencia y las artes.
Margarita Comas, licenciada en Ciencias Naturales, Rosa Sensat y Magdalena de Santiago fueron algunas de las más innovadoras. Corrían aires renovadores y el boletín de la ILE (Institución Libre de Enseñanza) actuó de caja de resonancia para que el movimiento por una Escuela Nueva tuviera eco en España.
El ideal de Flora se difuminaba. Surgían otras voces, nacían otros escenarios. En 1915, la Junta de Ampliación de estudios creó la Residencia de Señoritas, versión femenina de la Residencia de Estudiantes (1910). Fue casi un experimento: alojar juntas a chicas que venían a Madrid a estudiar para maestras, enfermeras, o matronas. Y algunas pocas para ir a la Universidad. En 1915 sólo había 90 licenciadas.
«La Residencia se creó en clave liberal, pero con enorme rigor. Se trataba de aunar las virtudes morales de la mujer española con el trabajo», matiza Isabel Pérez-Villanueva, biógrafa de María de Maeztu. «Nada que ver con el ambiente de la Residencia de Estudiantes transmitido por Buñuel, Dalí y García Lorca», añade. El alma de la Residencia de Señoritas era su directora, María de Maeztu, un temperamento enérgico al que algunos rebautizaron como María, La Brava o Pico de Oro. Antigua maestra de párvulos en Bilbao, De Maeztu llegó a Madrid y se situó en la avanzadilla. Pronto dirigiría el Lyceum Club. Formó parte, además, de las primeras pensionadas por la JAE para formarse en el extranjero. Un selecto grupo de mujeres que logró el 4% de las becas entre 1908 y 1919. El porcentaje subió al 13% en los años treinta.
De Maeztu fomentó que sus residentes (Victoria Kent y Josefina Carabias entre otras) accedieran a la Universidad y que escucharan a los mejores conferenciantes. Desde 1917, tuvo el apoyo del Instituto Internacional.
María Sánchez Arbós, discípula de De Maeztu y maestra, fue el eslabón perfecto entre la Residencia de Señoritas y la escuela renovada. Becaria de la residencia desde 1915 a 1919, fue alumna de otra pionera María Goyri. En 1932, Sánchez logró su sueño: obtener con el número 1 la dirección del grupo escolar Francisco Giner. «Mi madre llevó un diario desde 1918 a 1959, y allí consignó sus ideales pedagógicos», evoca su hija, Elvira Ontañón. «Era contraria a la memorización y a las formas de enseñanza al uso», agrega Ontañón.
La rebelión militar de julio del 36 que, al no lograr su objetivo de acabar con la República, desencadenó la Guerra Civil, trastocó sus vidas. Tras la victoria franquista Sánchez Arbós fue denunciada y acusada de descristianizar las escuelas. Desde septiembre de 1939 hasta diciembre estuvo presa en la cárcel de Ventas. El abrazo que dio a Elvira al salir fue tan intenso que le pegó piojos y sarna. Expulsada del magisterio, se ganó la vida dando clases particulares.
Pasado el tiempo fue rehabilitada y tomó posesión primero en Daganzo (Madrid) y luego en el instituto Beatriz Galindo, en la capital. Para entonces, las maestras ya no eran las únicas mujeres de carrera. Tras la sangría de la Guerra Civil, las facultades empezaron a llenarse de chicas. ¿Cómo iban a quedarse en casa? María de Maeztu, Carmen de Burgos o María Sánchez Arbós les habían despejado el camino muchos años antes.
Señoras científicas
A finales del XIX, las puertas de la ciencia eran herméticas. La Sociedad Ginecológica española negó su entrada a Martina Castells, primera doctora en Medicina (junto con Dolores Aleu). Hasta 1910 tampoco hubo igualdad en el acceso a la Universidad. En 1881 surgió el debate: las Sociedades eran foros de trabajo u honores, sólo en el segundo caso las mujeres tenían cabida.
El siglo XX trajo nuevos aires. En 1912 la Sociedad Española de Física y Química admitió a Martina Casiano, y en 1926 sus actas felicitaron a «las señoritas Carmen Pradel y Felisa Martín Bravo», primeras doctoras en Física.
En 1920, Mary Louise Foster, ligada al Instituto Internacional, creó un laboratorio para las alumnas de la Residencia de Señoritas. Carmen Magallón, autora de Pioneras españolas en las ciencias, afirma que hacia 1930 hubo una eclosión visible en los equipos de Blas Cabrera y Miguel A. Catalán. Cita a Dorotea Barnés, Margarita Comas y Jimena Fernández de la Vega.