Este blog se centra especialmente en hechos culturales que de uno u otro modo han tenido especial relevancia en la historia del siglo XX (y XX), así como en aquellas actitudes estéticas que han producido y siguen ocasionando momentos para celebrar que la cultura, en cualquiera de sus manisfestaciones, puede darse en las esquinas, en los cenáculos y palestras oficiales, en los subterráneos y garajes, en el metro o en las escalinatas de un museo. Dentro de ese cómputo, no he atendido excesivamente a la realidad política. En esta ocasión, con este post, me limito a hacer el recorrido por uno de los pasajes fundamentales de principios de la Guerra Civil. Esa realidad debería observarse también desde los objetivos de una historia social del siglo XX, en España. Incluso para comprender el arte del cartel durante ese periodo conviene contextualizar los hechos estéticos, la relación entre ideología y estética, la importancia que adquirió la publicitación de los hechos político-sociales. Con todo, vaya por delante que no hay en ello maniqueísmo ni otras voluntades de redirigir posiciones ideológicas.
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La dialéctica revolución-restauración del Estado que capitalizó parte del índice temático de la zona republicana durante los primeros meses de la Guerra Civil tuvo consecuencias de importancia en los desplazamientos del campo político y en la configuración de las élites, centradas en ese momento en construir no sólo diferentes (y contrapuestas) formas de abordar la contienda, sino también la percepción dominante sobre las clases sociales y los parámetros políticos que permitieran establecer una organización económica de guerra y de las estructuras sociales. La idea de desplazamiento del campo político pone el énfasis en dos cuestiones fundamentales: la fragilidad del propio campo y la lucha por conquistar las áreas de mayor influencia de ese campo. Ambas vertientes del término serán examinadas más adelante. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que las élites republicanas se verán igualmente afectadas por las características (estructurales y conyunturales) del campo.
Siguiendo la definición de Muñón de Lara, según la cual “una élite es un grupo reducido de hombres que ejercen el Poder o que tienen influencia directa o indirecta sobre él”, las diversas formaciones políticas, tanto revolucionarias como las defensoras de la instauración del Estado, hacen explícita las contradicciones del concepto. Un ejemplo paradigmático vendría a cumplirse con el papel, a veces pragmático, otras idealista o beligerante, del anarcosindicalismo español. En tal caso, su posicionamiento ideológicamente inestable respecto a sus relaciones con el poder de Estado y el campo político se extiende desde la instauración de la Segunda República hasta los sucesos de Barcelona en mayo de 1937, hecho que provocaría el cese del gobierno de Largo Caballero y diluiría el papel de la CNT en la toma de decisiones sobre la estrategia militar y política de la guerra en la zona republicana.
No cabe duda de que la importancia que fue adquiriendo la CNT durante el periodo republicano tuvo repercusiones manifiestas en la formación de las élites políticas en los inicios de la guerra. En el caso de la CNT, se produce un trasbase en sus posturas ideológicas al pasar de una acción directa como grupo de presión (durante la Segunda República) a una acción política e institucionalizada, de inserción en el campo político ante su inclusión en el gobierno de Largo Caballero en septiembre de 1936. Hay que tener en cuenta que una de las máximas de mayor relevancia ideológica en la CNT era precisamente su autoexclusión del sistema de partidos y su no participación en asuntos de Estado o de poder. En el periodo republicano su sindicalismo adquiere una considerable envergadura social, como grupo de presión. Grupo de presión en el sentido de aquellas formaciones que ejercen su acción social para influenciar sobre el poder desde los márgenes del campo político sin aspirar a ostentar representación de partido o conquistar cuotas de poder político. La diferencia entre grupo de presión y agrupación formativa de una élite es, ante la inserción de la CNT en el campo político, debatible a nivel conceptual y práctico, pero de lo que no cabe duda es de que llegó a formar parte de las coaliciones que poseía la legitimación en la toma de decisiones.
La politización del anarcosindicalismo durante 1936-1937 tiene su origen inmediato ante el nuevo periodo abierto con la proclamación de la Segunda República. La reorganización de los sindicatos provocó una enorme afluencia de las clases trabajadoras a la CNT. El debate sobre la revolución se reabre, entonces, con nuevos planteamientos: “Para una mayoría, predominaba una desconfianza radical frente a los proyectos reformistas del gobierno provisional. La única baza que la nueva situación brindaba era reemprender el camino revolucionario… Pero no faltaba quienes, especialmente entre los dirigentes sindicales de la CNT… la República aparecía como una clara superación para las clases obreras de las condiciones anteriores, siendo exigencia primaria aprovecharse de su protección para incrementar la fuerza de la Confederación”. Si los moderados, representados más tarde por el llamado Manifiesto de los Treinta, abogaban por una fuerza sindical movilizadora compatible con la democracia liberal, las facciones representadas fundamentalmente por la FAI expresaban de manera abierta la idea de no colaborar con el régimen haciendo de los sindicatos la base de una movilización revolucionaria. Esta cuestión quedaría reflejada desde el mismo inicio de la Segunda República en el Congreso del Conservatorio, en 1931. Los treintistas eran anarcosindicalistas, pero su disposición a encauzar su estrategia sindical y social con el transcurrir de la política republicana, los alejaba de los presupuestos faístas, proclives a un anarquismo doctrinal. El Manifiesto de los Treinta dio forma al movimiento de oposición a la corriente más radical y a una actitud de cierta colaboración con el gobierno que fue recibida con alabanzas por sectores burgueses.
Sin embargo, ya a finales de 1931 se produce un giro hacia el radicalismo de la FAI. La polémica entre ambas tendencias estaba en su momento álgido cuando tuvo lugar la sublevación anarquista en el Alto Llobregat (en enero de 1932 se proclama el comunismo libertario en toda la zona). Tal distanciamiento entre moderados y faistas queda reflejado a la perfección en un artículo publicado por Federica Montseny en El Luchador, el 19 de febrero de 1932: “Yo acuso, en primer lugar, a los treinta firmantes del manifiesto famosos, que dejó al descubierto a un sector irresponsable de la CNT, que los señaló como perturbadores y como indeseables a los gobernantes… Acuso a los que, en estos últimos días, cuando en la montaña catalana había diez pueblos sobre las armas y por la revolución social, cuando en casi toda España se esperaba una sola indicación para lanzarse a un movimiento de conjunto, cuando la CNT veía ante sí una posibilidad de realizar su ideario, traicionaron una vez más al movimiento”. Federica Montseny sería ministra de sanidad con el gobierno de Largo Caballero, pero en ese momento la dicotomía entre moderados y revolucionarios la situaba del lado de estos últimos.

El conflicto también podría situarse en términos de un apoliticismo que, en el caso de los treintistas vistos desde la perspectiva más extrema, era condescendiente con las políticas gubernamentales. Evidentemente, los faistas aprovecharon también la situación social generalizada para desplazar a los moderados de los puestos organizativos de la CNT. La situación de la clase trabajadora ante las políticas republicanas, la Ley de defensa de la república (octubre de 1931) o el ambiente de agitación social, entre otras causas, motivaron el fracaso de las tesis moderadas de los treintistas.
El ciclo de ofensivas anarquistas acontecidas a partir de 1932 coincide con la radicalización de la CNT-FAI mediante un dominio prominente de la militancia revolucionaria. Se produjeron sucesivos episodios de violencia. El caso de mayor trascendecia tuvo lugar el 11 de enero de 1933: los incidentes de Casas Viejas ocasionaron un deterioro acelerado del gobierno republicano. La escisión de la CNT era ya un hecho, consumándose oficialmente en marzo de 1933 con la explusión del grupo de los treintistas. La influencia de la CNT en el ambiente sociopolítico de la época se hace aún más evidente en las elecciones de noviembre de 1933. La CNT aboga por el abstencionismo del voto con agresivas campañas contra la República, hecho que sin duda sería una de las causas del giro político de la segunda República. Desde la revista Solidaridad Obrera se propaga una virulencia ambiental que planteaba los términos de una posible revolución: “No han de votar, porque para esta España hambrienta y desesperada, para esta Europa, doblemente amenazada por la guerra y el fanatismo, para este mundo convulsionado en una crisis formidable, no hay más solución que la revolución social, el levantamiento en masa de todos los oprimidos, la marcha imponente de los proletarios todos en lucha contra el Estado burgués” (21 de octubre, 1933). La táctica abstencionista de la CNT-FAI se tradujo, en parte, en un triunfo de la derecha.
Si durante el primer bienio republicano la principal oposición al gobierno confluía por las tensiones sociales provocadas por las sucesivas ofensivas y huelgas del anarcosindicalismo, a partir de 1934, con el Partido Radical en el gobierno y, posteriormente, la CEDA, a los empeños de la CNT de influir en el ambiente sociopolítico se le suma la izquierda revolucionaria y política. Es entonces cuando Largo caballero comienza a radicalizar su discurso y a extender la necesidad de una alianza obrera. Con la revolución de octubre, en 1934, confluyen diversas fuerzas sociales y políticas, entre las que se cuentan el Partido Socialista, la CNT y la minoría comunista. Independientemente de que el suceso fuera producto del deseo de desencadenar un verdadero movimiento revolucionario activo o un conflicto que precipitara la dimisión del gobierno radical-cedista, la CNT se desmarcó en aquellos puntos en que la marcha de la revolución estuviera determinada por la alianza obrera de los socialistas.
La siguiente circunstancia en que la influencia de la CNT es vital para la reorganización del campo político tiene lugar ante las elecciones de febrero de 1936. Por primera vez en mucho tiempo el socialismo español evoca públicamente a la CNT y una verdadera alianza proletaria. La cuestión se centraliza en la posición a tomar por la CNT en el aspecto de una posible alianza con las instituciones de carácter obrerista y en la actitud que habría de adoptar antes las elecciones. El 15 de enero se logró unificar las fuerzas en una coalición denominada Frente Popular, integrada por todos los partidos de izquierda, para concurrir a las elecciones de febrero. Aunque la CNT no se adherió, tampoco desplegó propaganda antielectoral ni puso impedimentos para que sus afiliados votaran libremente. El triunfo del Frente Popular dio un nuevo giro a las políticas de la Segunda República y abrió una brecha si cabe más extensa entre la izquierda y las derechas.
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La sublevación militar del 18 de julio inició una época de grandes convulsiones políticas y sociales. El drama de la guerra dinamitaría las estructuras del campo político en la zona republicana. En Madrid, el golpe no triunfó y el gobierno republicano pudo controlar la situación. Las masas habían salido a la calle exigiendo armas para defender la República. El 19 de julio, tras la dimisión de Martínez Barrio, Azaña encargó el gobierno a José Giral, transigiendo en la cuestión de dar armas a la población. La sublevación tampoco triunfó en Barcelona, y aunque Companys se había negado a entregar armas a la población no pudo contener la movilización obrerista de la CNT que, tras asaltar depósitos de armas, se impuso a los sublevados del bando nacional. Mientras se producía el hundimiento de las instituciones, las organizaciones políticas y sindicales de izquierdas fueron construyendo una administración alternativa de acuerdo a su representitividad en cada zona. Angeles Barrio define muy bien los comienzos de esa tensión, en la que se advierte un vacío de poder estatal: “Como ocurrió en Madrid y en otras grandes ciudades, la defensa de la república con la consigna armas para el pueblo que implicaba la movilización espontánea de civiles se llevó a cabo mediante la fórmula de milicias dispuestas a colaborar con el ejército profesional. Sin embargo, ni el gobierno del Frente Popular compuesto por republicanos estaba por dar armas al pueblo, ni tampoco las clases medias, a las que representaban los partidos del gobierno, se echaron a la calle en los primeros momentos… Abandonada por quienes debían haber sido sus principales bases de apoyo, la república adquirió la forma del ideal revolucionario de trabajadores y campesinos que, como reacción al golpe militar y a lo que significaba, impregnó los nuevos poderes del Estado”. La alteración del poder estatal posibilitó una oportunidad para poner en auge los ideales revolucionarios del anarcosindicalismo al mismo tiempo que los comités de UGT y de la propia CNT se encargaban de mantener los servicios públicos.

El proceso de institucionalización de la revolución estaba en marcha, con mayor intensidad y magnitud en Barcelona, ciudad donde las masas ocuparon las calles desde el primer momento propiciando la colectivización de la industria, el comercio y los servicios. Azaña criticó duramente tal situación, la sindicalización del poder, en el Estado republicano y la revolución, artículo publicado en 1939: “Es difícil saber dónde acababa el miliciano y dónde empezaba el responsable de servicio público. En el orden de la economía, esa tarea la tomaron por su cuenta los sindicatos, asumiendo la dirección administrativa de grandes servicios propios, sustituyendo a los patronos en las empresas privadas”. Así, desarticulado el gobierno, se inicia un periodo de orden revolucionario en el que la CNT-FAI se revela como fuerza predominante. ¿Puede hablarse, entonces, de una élite revolucionaria que determina las formas políticas y la actuación socio-económica del momento? La creación del Comité Central de Milicias Antifascistas, el 21 de julio de 1936, marca esa posibilidad. Company quería que el Comité se convirtiera en un organismo más bien simbólico, mientras que la CNT deseaba que adquiriera todo el protagonismo en tareas de dirección económica, militar y política con la intención de relegar al gobierno de la Generalitat a un segundo plano. Las fuerzas que componían el Comité Central de Milicias Antifascistas (CNT, FAI, UGT, Partido Socialista, Ezquerra republicana de Cataluña, Acció Catalana Republicana) asumían el control del poder apoyándose en las milicias y en las patrullas de control. Evidentemente, a esas alturas el conflicto pone de nuevo en primer plano el dilema de la revolución, es decir: aprovechar la situación crítica en la que se hallaba el Estado republicano y realizar la revolución, o aplazar cualquier intento revolucionario concentrando todo el arsenal político, social y económico en la contienda, lo que daría prioridad a la reconstrucción del Estado.
El campo político, incluso la composición de las élites políticas, quedaba alterado por las disconformidades del debate, que llegarán a ser sangrantes en sus momentos más críticos. En el seño interno de la CNT-FAI, se volvía a plantear el debate del colaboracionismo con el gobierno, lo que complicaba aún más la situación teniendo en cuenta que la organización sindical ya estaba integrada en las formaciones legitimadas en la toma de decisión política. El debate interno de la CNT desembocaba, del mismo modo, en el problema de la revolución. Los colaboracionistas como Peiró, López, Pestaña (con el Partido Sindicalista), etc., habían terminado por aceptar el aislamiento de las conquistas proletarias por el hecho urgente de ganar la guerra; los no colaboracionistas, como Ascaso, Durruti, Jaime Nebot, Antonio Martín o Los Amigos de Durruti, no aceptaban que se pudiera ganar la guerra renunciando a la acción revolucionaria. El marco político republicano en los inicios de la guerra estaba dominado en gran medida por el dilema de la revolución y la reconstitución del estado. Partidos del Frente Popular como Izquierda Republicana y Unión republicana eran contrarrevolucionarios, pero no habrían podido impedirla si el PCE, el PSUC, el PSOE, la UGT, La CNT-FAI y la FIJC (Federación Ibérica de Juventudes Libertarias) hubieran apoyado la revolución todos juntos. Sin embargo, el PCE y el PSUC eran contrarios a la revolución; el PSOE, tanto en su ala moderada (Prieto, Besteiro) como en su ala izquierda (Largo Caballero) eran igualmente revolucionarios; la CNT-FAI, por su parte, aume bastante pronto una posición de colaboración a pesar de haber propiciado activamente las colectivizaciones y socializaciones; el Partido Sindicalista de Angel Pestaña prosigue su política colaboracionista, ya iniciada en el periodo de los treintistas; el POUM, plenamente revolucionario, entraría a formar parte de la generalitat de Cataluña a finales de septiembre de 1936, siendo expulsada de la misma en diciembre.
La colaboración política de la CNT en la Generalitat de Cataluña y su participación en tareas de Estado (gobierno central) es paulatina y vendría motivada bajo la presión de los acontecimientos. A finales de agosto de 1936 la Generalitat invitó a la CNT a integrarse en el gobierno catalán. Fue, posiblemente, la primera vez que los anarcosindicalistas se encontraron en situación de desempeñar un papel instituicional relevante. No obstante, en Cataluña ya era una fuerza protagonista a tener en consideración. Aunque el presidente Companys pudo haber definido el papel del Comité central de las Milicias Antifascistas como un organismo auxiliar del gobierno, el Comité se convirtió rapidamente en un órgano ejecutivo al mismo tiempo que sus funciones consistían tanto en la creación de milicias como en la organización revolucionaria en la retaguardia o la acción legislativa y judicial.
Los intentos del presidente Companys de reagrupar todas las formaciones revolucionarias bajo la dirección de la Generalitat tuvo sus frutos a finales de septiembre de 1936, momento en que se compone un nuevo gobierno catalán en el que figuraban representantes de todos los partidos obreror y sindicales de importancia, incluyéndose tres miembros de la CNT (Joan Fábregas en Economía, Antonio García Birlán en Sanidad y Joan Doménech en Justicia) y uno del POUM (el propio Andreu Nin en Justicia). Los anarquistas justificaron su adhesión a las instituciones gubernamentales incidiendo en la afirmación de que se trataba más bien de un Consejo en vez de un nuevo gobierno. El POUM, por su parte, había puesto como condición a su participación una “declaración ministerial de orientación socialista” y la intervención directa de la CNT. La consecuencia inmediata a la formación del Consejo del gobierno catalán fue la disolución del poder de los comités. El 19 de octubre, el Comité Central de las Milicias Antifascistas se disolvió. Sin embargo, su desaparición no puso fin a la división del poder en la zona y, por tanto, a la lucha por dominar el conjunto del espacio político. Los revolucionarios continuaban manteniendo sus propias patrullas de policía y control. Si el POUM señalaba que “su presencia en el gobierno catalán era una medida de transición hacia el poder total de la clase obrera y que su lema había sido siempre, y seguía siéndolo, un Gobierno obrero, Comités obreros, campesinos y combatientes y Asamblea Constituyente” , el objetivo del PSUC era poner fin a la división del poder a la vez que proponía la exclusión del POUM en el gobierno.
De este modo, en Cataluña se producía una confrontación por el dominio del campo político que influía en el desarrollo organizativo de la guerra. Podría decirse que el gobierno de la Generalitat intentó actuar como un catalizador de esas fuerzas situando los términos en que habría de producirse la estabilización del poder. El PSUC, contrario a los supuestos revolucionarios que, al menos en parte, seguían estableciendo el orden cotidiano, acusó al POUM de deslealtad con el gobierno y exigía la supresión del Secretariado de Defensa y de la Junta de Seguridad dominados por la CNT, que controlaban las patrullas revolucionarias y las milicias. Los anarcosindicalistas accedieron a la exclusión del POUM, con la contraprestación que presentaba la retirada del PSUC del gabinete. La composición del nuevo gobierno mantenía, sin embargo, a miembros del PSUC bajo las siglas de la UGT; la CNT continuaba en el gobierno en los puestos de Defensa, Economía, Servicios Públicos y sanidad. Así, mientras el PSUC proseguía su agitación en favor de otras medidas como el servicio militar obligatorio y la fusión de las milicias en un ejército regular al servicio del gobierno republicano, la CNT insistía en la necesidad de una participación dominante de las milicias. El POUM, que poseía su propio cuerpo de milicias, reivindicaba su utilización como expresión de un ejército de la clase trabajadora. Ante tal situación, el campo político estaba determinado por la fluctuación del poder de las milicias ante la creación de un ejército institucionalizado y legitimado por el Estado republicano. Esta cuestión sería causa de sucesivas crisis en el interior del gobierno catalán que intentarían aminorarse con la formación de diversos gabinetes de la Generalitat. Los intereses del PSUC y de la CNT eran opuestos. Así, por ejemplo, el 7 de abril de 1937 el PSUC y la UGT lanzarían un manifiesto que concretaba su posición: “Todo el problema radica en estos momentos en la cuestión del Gobierno, en la cuestión del Poder. Sin Poder no puede haber ejército. Sin poder no puede haber industria de guerra…” . Sus propuestas se centraban, por tanto, en la creación de un ejército regular en Cataluña como parte integrante del ejército de la República, movilización de los reemplazos, nacionalización de las industrias de guerra, creación de un cuerpo único de seguridad y concentración de todas las armas de guerra en manos del gobierno. La CNT se oponía a la implantación de tales medidas, y ante la posibilidad de que se recrudeciera la agitación entre ambas posturas, Companys nombró otro gobierno provisional, el cual no distaba mucho de la formación anterior.

Paralelamente a la situación catalana, la falta de un poder institucionalizado a nivel del Estado central no estaba exento de problemas. El 4 de septiembre de 1936 se constituye un nuevo gobierno del Frente Popular presidido por Largo caballero. Una de las cuestiones de mayor relieve era, en este punto, si la CNT debía entrar en el gobierno recién constituido. La obra de restauración del Estado dependía, en parte, de la participación de la CNT-FAI (recordemos que el 27 de septiembre, el POUM, la CNT-FAI y el PSUC, entraron a formar parte de la Generalitat de Cataluña). Largo Caballero plantea la cuestión en los siguientes términos, en una entrevista ofrecida al Daily Express: “… Pero hay una gran parte del pueblo que no está representada en el gobierno. Me refiero a la potente CNT, que es ala industrial de los anarquistas…Cuando el gobierno se estaba formando, hace dos meses, pedimos colaboración a la CNT, porque queríamos que el gobierno tuviera representación directa de todas las fuerzas que luchan contra el enemigo común”. La postura de la CNT anterior a la constitución del gobierno central se centraba, precisamente, en una crítica radical a la propia existencia de un gobierno del Frente Popular, insistiendo en que la guerra, tal como la concebían, era una guerra social. Señalaban la contradicción de intentar llevar a cabo un gobierno de coalición que maximizaba una burocratización basada en unas élites escogidas. El 5 de noviembre de ese mismo año, la CNT-FAI cambiaba su discurso y entraba en el gobierno oficialmente. La actitud de la CNT en Cataluña y el modo de resolver el problema de la participación política fue determinante en la intervención de la agrupación anarcosindicalista en el gobierno de Largo Caballero.
Horacio Prieto, que en ese momento se había hecho cargo del C.N. de la CNT, cumplió un papel decisivo en ese giro ideológico (o, al menos, coyuntural). Según sus propios parámetros políticos, las conquistas de la socialización se hacían necesarias en el entorno de un Estado democrático. Así, en una asamblea celebrada el 15 de septiembre se plantearon los asuntos fundamentales de su integración en el gobierno del Frente Popular, donde se concluyó que el gobierno debía ser sustituido por un Consejo nacional de Defensa compuesto por cinco miembros de la CNT, cinco de la UGT y cuatro miembros más de los partidos republicanos. Sin duda, ese cambio semántico respondía al propósito de conciliar los deseos de entrar en el gobierno con su doctrina antiestatal. Largo Caballero se oponía a esta solución.
El 18 de octubre Horacio Prieto convoca otra asamblea con el fin de establecer una nueva dirección de las negociaciones con el gobierno. La nueva línea se justificaba del siguiente modo: “No significa esto que renuncie (la CNT) a la consecución integral de sus ideas en el futuro: significa tan solo que, ante la disyuntiva de perecer bajo la garra inmunda de la reacción, frustrando la más alta esperanza emancipadora abierta sobre el proletariado de todos los países, está dispuesta a colaborar con quien sea, dentro de órganos de dirección llamados Consejos o Gobiernos, con tal de vencer en la contienda y salvar el futuro de nuestro pueblo y del mundo” (declaración del 23 de octubre). Finalmente, el 3 de noviembre de 1936 los anarcosindicalistas aceptaron su participación en el poder estatal con cuatro ministros en el gabinete: Juan García Oliver en Justicia, Juan López en Comercio, Federica Montseny en sanidad y Asistencia Pública, y Juan Peiró en Industria. Con todo, y dado que el ambiente revolucionario todavía se hallaba presente en todas las instancias de la vida cotidiana, muchos miembros de la CNT estaban en desacuerdo con la participación gubernamental de la CNT. Sebastian Faure sintetiza esta contradicción afirmando que el “anarcosindicalista no puede figurar entre aquellos que tienen la misión de conducir el carro del Estado, puesto que está convencido de que este carro, este famoso carro, debe ser absolutamente destruido”. La entrada de cenetistas en el gobierno coincidió, por otra parte, con el traslado del gobierno de Madrid a valencia. La decisión de los ministros anarcosindicalistas de avalar tal decisión tuvo repercusiones en el movimiento libertario, así como una sensación de abandono de todos los supuestos ideológicos del anarquismo que desembocó, como último resorte, en la dimisión de Horacio Prieto el 18 de noviembre de 1936.
No obstante, el proceso de recuperación del estado ya estaba en marcha, más aún teniendo en cuenta la colaboración cenetista en el interior del gobierno central y la disolución del Comité Central de Milicias Antifascistas. Las necesidades de afrontar la guerra hacía imprescindible restituir la legalidad de las instituciones. Esto significaba, de la misma manera, resituar el campo político en la zona republicana. El programa de reconstitución estatal exigía aminorar el poder de los comités sustituyendo los organismos revolucionarios por organismos regulares. En el mismo sentido, se procedió a una reforma judicial y a la reconstitución de la policía. Las milicias de retaguardia, las patrullas de control y los cuerpos de vigilancia convivían con la policía de seguridad y los guardias de asalto. El 20 septiembre un decreto unificó todas esas fuerzas en un cuerpo único, las Milicias de la Retaguardia. La policía revolucionaria quedaba sometida a la autoridad del ministro de Gobernación. Sin embargo, como ya hemos señalado anteriormente, la militarización de las milicias sería una de las medidas de urgencia en base a una regulación del ejército republicano con una organización férrea. El primer decreto del gobierno constituyó un Estado Mayor que comenzó a coordinar y centralizar el ejército, lo que significaba que se pondría de nuevo en vigor el antiguo Código de justicia militar. La presencia de representantes de la CNT en el gobierno pudo hacer creer que habría de proseguir la expansión de la revolución. Así, por ejemplo, con Juan Peiró (CNT) en el ministerio de Industria se firmó un decreto que posibilitaba la intervención del gobierno en las industrias indispensables para la guerra, teniendo en cuenta que muchas empresas estaban controladas por una gestión obrera o estaban colectivizadas.
El reestablecimiento del Estado permitió, en gran medida, la desaparición de la dualidad del poder. No obstante, el gobierno tenía que enfrentarse a problemas de índole económica y social. Desde el inicio de la Guerra Civil hasta marzo de 1937, el coste de la vida había ascendido considerablemente. Ya en 1937. Este hecho, entre otros de índole política que no habían zanjado el debate de la revolución, produciría nuevas condiciones para una rehabilitación de las posturas revolucionarias. Tanto el POUM como algunas facciones de la CNT volvieron a reavivar la cuestión. Así, en la primavera de 1937 se encontraron de nuevo las condiciones propicias para una oleada revolucionaria.
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Los sucesos de mayo de 1937 acaecidos en Barcelona son el resultado de toda la tensión que el campo político había ido acumulando desde los inicios de la guerra. Barcelona había sido, y seguía siendo, el feudo del cenetismo, y era el lugar donde subsistía la esencia de las conquistas revolucionarias. Esta tensión era aún más intensa ante la persistente oposición del PSUC a cualquier formulación revolucionaria. Así, la situación ya era crítica el 25 de abril, fecha en que es asesinado Roldán Cortada, dirigente de la UGT y miembro del PSUC. La reacción del PSUC no se hizo esperar, y en el entierro de Roldán se llevó a cabo una manifestación que exponía en las calles la propia fuerza militar y policial controlada por el PSUC. La CNT, por su parte, lo interpretaría como una provocación. La efervescencia del ambiente hizo que tanto obreros como policías intentaran desarmarse los unos a los otros, ante lo cual el gobierno prohibió toda manifestación para el 1º de Mayo.
Los acontecimientos se precipitarían a partir del 3 de mayo, cuando miembros del PSUC (Rodríguez Sala, comisario general de Orden Público, tomó la iniciativa) asaltaron por sorpresa la Oficina central de telefónica, ocupada por la CNT desde julio de 1936. Hay que tener en cuenta que la Oficina de telefónica se consideraba un emblema estratégico de la revolución al mismo tiempo que simbolizaba la dualidad de poderes en Cataluña, pues era un centro de comunicaciones de vital importancia. Ese mismo día se reunieron los comités regionales de la CNT-FAI, las Juventudes Libertarias y el Comité Ejecutivo del POUM. Mientras el POUM estaba abiertamente a favor de una movilización total que diera respuesta a las provocaciones del PSUC, los representantes de la CNT y la FAI abogaban por el apaciguamiento; sin embargo, los miembros de base de la CNT, junto al POUM, llevaron inmediatamente la lucha a la calle. Esta dualidad en el interior de la propia CNT pone de relieve el estado de confusión que se vivía en ese instante.
El 4 de mayo la violencia en las calles se generalizó. Los dos bandos ya estaban articulados. De un lado, el PSUC, la UGT y Estat Catalá estaban decididos a acabar con la revolución; del otro, el POUM, las Juventudes Libertarias y los afiliados de base de la CNT y la FAI estaban dispuestos a defender los residuos revolucionarios que habían permanecido en Cataluña. Los comités de la CNT eran partidarios del alto el fuego. Las consignas de la CNT en este sentido eran difundidas por la radio: “No estamos atacando, nos estamos defendiendo ¡Obreros de la CNT y de la UGT, recordad bien el camino recorrido, los caídos envueltos en sangre, en plena calle, en las barricadas! ¡Deponed las armas, abrazaros como hermanos! ¡Tendremos la victoria si nos unimos; hallaremos la derrota si luchamos entre nosotros!” .
El 5 de mayo los combates a pie de barricada proseguían en Barcelona, mientras que el gobierno central adoptaba medidas de urgencia para sofocar los incidentes. En misión gubernamental, llegaron a Barcelona García Oliver y Federica Montseny, ministros del gobierno del Frente Popular y miembros destacados de la CNT. Su presencia en la ciudad catalana respondía a un intento de evitar una intervención militar y apaciguar los ánimos. Sin embargo, desde el mismo día 5 llegaron al puerto navío de guerra. Largo caballero decidió tomar bajo su dirección el orden público y la defensa del Estado enviando una columna de 5000 guardias, que, ante su llegada, hicieron cesar definitivamente los combates.
Entre los día 6 y 7 de mayo, el Frente Popular ya era dueño de la situación. La consecuencia inmediata de los sucesos de Barcelona fue el fin de la autonomía catalana y el control por parte del estado y el gobierno central de la vida política y económica. Las fuerzas del cuerpo de seguridad ocuparon las zonas más problemáticas de la ciudad desarmando a los obreros. Del mismo modo, el poder del anarcosindicalismo fue diluyéndose del campo político y el POUM fue aniquilado tras la represión de todos sus organismos y dirigentes. Con ello también se produjo un aumento de la influencia comunista en los órganos de poder y en el ejército. La crisis desembocó, en último término, en la dimisión de Largo Caballero (16 de mayo, 1937). El nuevo gobierno, con Negrín a la cabeza, excluyó del gabinete cualquier elemento revolucionario e instauró una represión férrea contra el POUM y su Comité Central. La significación del campo político en la zona republica, marcado por una dualidad sin precedentes en la disposición del poder y de sus élites, establecía un nuevo modelo en el que la CNT ya no tenía cabida.